Actualizado el martes 13/FEB/24

Ejemplos de la protección de la Medalla de San Benito

Siglo XIX

 

Ejemplo 9

 

En los primeros días de julio de 1843, una señora que se trataba en las aguas de Néris fue súbitamente atacada por una fuerte hemorragia nasal. Llamado el médico, reconoce el peligro del caso, pero los remedios que receta para frenar la hemorragia parecen reactivarla todavía más. Tres días después, hacia las nueve de la noche, aumenta visiblemente el peligro, y el médico no puede dejar de manifestar una viva preocupación. La dueña de la hostería sale afligida del cuarto de la enferma, y como por inspiración, pregunta si alguien tenía la medalla de San Benito. Por fortuna, aparece una en la hospedería; la enferma, mujer de fe viva, acepta la medalla y la sangre para de inmediato. Enseguida se lava las manos y el rostro se prepara para dormir, cosa que durante tres días y tres noches no pudiera lograr. Vuelta a su casa, la persona que había dado la medalla encontró una carta datada de Roma el día 3 de julio de 1843, en la cual se le decía: “Todavía no pude encontrar el libro del benedictino de Praga; pero le envío un folleto sobre el mismo tema, que me dieron los benedictinos de Roma”. Pues bien, en la enumeración que este folleto hace de los efectos milagrosos de la medalla de San Benito, se lee, entre otros: “VII – Remedio eficacísimo para las pérdidas de sangre”.

 

Ejemplo 10

 

Más o menos por la misma época (1843), una joven atacada de fiebre tifoidea, estaba obligada, desde hacía ya unos diez días, a permanecer sentada en un sillón, sin poder soportar la posición horizontal en la cama. A las nueve de la noche, un amigo de la familia, que había ido a visitarla, le habló de la medalla de San Benito y dejó caer una en el pañuelo. No habían pasado cinco minutos y ya la enferma se extendía sobre el lecho y al día siguiente, después de una noche de sueño profundo, se sintió liberada de la fiebre terrible que hasta entonces había resistido a todos los recursos médicos.

 

Ejemplo 11

 

En enero de 1849, en T..., el Rvdo. Padre P..., de la Compañía de Jesús, se presenta en la casa de una persona pidiendo auxilio para un dolor de dientes insoportable. Le hablan de la medalla de San Benito; y después de algunas palabras de explicación, el enfermo acepta una. Al tocarla, da un grito como si le hubieran arrancado el diente, y articula claramente estas palabras: “Se me quebró el diente”. Lleva de inmediato los dedos a la boca, y verifica que el diente está en su lugar y que el dolor había desaparecido.

 

Ejemplo 12

 

En 1858, un benedictino de la abadía de San Pablo, en Roma, sabiendo que un niño ahijado suyo, estaba gravemente enfermo en Juliers, en la Prusia Renana, hizo llegar a la madre una medalla de San Benito. Una violenta inflamación del pecho, acompañada por agudos dolores de estómago, había llevado gradualmente al pequeño al borde de la tumba. Una noche, viéndolo reducido al último extremo y próximo a expirar, la madre se acordó, súbitamente, de aplicarle la medalla recibida poco antes. Fuera de sí y trémula, la coloca sobre el pecho del niño y se postra de rodillas junto al lecho, en fervorosa oración. Inmediatamente el pobre niño se adormece tranquilo, y después de unas horas de agradable sueño, se levanta lleno de vida y curado del mal que hasta entonces resistiera a todos los recursos terapéuticos.

 

Ejemplo 13

 

En el verano de 1858, el cólera producía estragos en Tívoli, y cerca de Subiaco un hombre padecía atroces dolores. En pocas horas la terrible dolencia avanzó tanto, que se llamó con urgencia al párroco para que le administrara los últimos Sacramentos. Antes que llegase el sacerdote, el peligro se agravó a tal punto que el enfermo se juzgó perdido y cayó en la más profunda atonía, producida por la violencia del mal. De repente volvió en sí, y sintiendo de nuevo sus padecimientos, al apretarse fuertemente con las dos manos el estómago, revuelto por los más violentos espasmos, tocó la medalla de San Benito que llevaba puesta habitualmente. Invocó al santo, a quien tenía gran veneración. En el mismo instante se calmaron los dolores; enseguida se levantó de la cama, y al ver llegar al párroco jadeante, cubierto de polvo y sudor, le dijo: “Padre, estoy curado”; y mostrándole la medalla, agregó: “¡Esto es lo que me salvó!”. Ese hombre se presentó poco después en la abadía de los benedictinos de San Pablo de Roma con certificados del sacerdote y del médico que aseguraban la veracidad del milagro.

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