(Sección especialmente dedicada a los Consagrados a María)

Actualizado el jueves 15/FEB/24

Fragmento sobre la Consagración a María

El orgullo de la vida

            Otro aspecto del mundo que hemos de evitar y desarraigar en nosotros es la «superbia vitæ, el orgullo de la vida».

            Montfort explicó claramente qué debe entenderse por esto en un pasaje del «Amor de la Sabiduría Eterna». Lo llama «sabiduría diabólica». Antes había tratado de la «sabiduría terrena» y de la «sabi­duría carnal». «La sabiduría diabólica es el amor de la estima y de los honores. Los sabios según el mundo la profesan cuando aspiran, aunque secretamente, a las grandezas, honores, dignidades y cargos importantes; cuando buscan hacerse notar, estimar, alabar y aplaudir por los hombres; cuando en sus trabajos, afanes, palabras y acciones sólo ambicionan la estimación y alabanza de los hombres, al querer pasar por buenos cristianos, sabios eminentes, ilustres militares, expertos jurisconsultos, personas de mérito infinito y distinguido o de gran consideración; cuando no soportan que se los humille o reprenda; cuando ocultan sus propios defectos y alardean de lo bueno que poseen».

            Es una enfermedad del alma, enraizada más profundamente que las otras dos concupiscencias. Se arraiga en la sobrestima de sí mismo, y más tarde producirá indudablemente estragos más temibles en nuestra vida espiritual.

            Esta enfermedad consiste, pues, en la búsqueda desordenada de la estima, consideración y alabanza de los demás.

            Pero, como salta a la vista, es un fruto del orgullo. Quien se deja llevar por el orgullo, se estima más allá de su valor, exagera sus cualidades, méritos y talentos en todo campo, y desconoce o ignora todo lo que lo rebaja o disminuye; vive fuera de la verdad, vive en la mentira. Se eleva de manera insensata por encima del prójimo, cuyas cualidades desconoce, cuyas lagunas y defectos exagera, y en resumen no tiene para los demás sino desdén y desprecio. Ni siquiera piensa en atribuir a otros, al menos parcialmente, lo que es y lo que tiene: padres, educadores, bienhechores, etc. Y sobre todo olvida escandalosamente a Aquel que es la causa principal de todo cuanto es, de todo cuanto puede, de todo cuanto tiene: Dios, Autor de todo bien.

            Decíamos que el orgullo de la vida consiste en buscar desordenadamente la estima y los honores. Es evidente que esto puede hacerse en grados múltiples y diversos. No hace falta una perspicacia especial para darse cuenta de que el «mundo» entero alrededor nuestro está impregnado de esta búsqueda malsana y a menudo ridícula. Se quiere mostrarse al mundo. Se quiere figurar. Se vive y se viste por encima de la propia condición. Se hacen gastos absurdos, con el fin de parecer rico y de situación acomodada. Se apetecen las distinciones, decoraciones y puestos que lo ponen a uno en evidencia.

            Es realmente penoso comprobar que hombres de valor y talento, sabios y artistas, hombres políticos e incluso virtuosos, trabajan y se gastan casi únicamente para que sea conocido su nombre, para que diarios y revistas hablen de ellos elogiosamente, y tal vez también para que su nombre pase a la historia.

            En la mujer la «superbia vitæ» toma ordinariamente formas especiales. En ella el orgullo de la vida se convierte en vanidad, en necesidad de agradar. Quiere ser notada y mirada. Con este fin, a menudo inconscientemente, posa en todo, en su vestido, en su comportamiento, en su modo de caminar, de hablar, etc., para atraer la atención y, supuestamente, cautivar.

            Claro está que se oculta todo cuanto pueda empañar o eclipsar esta vana gloria. A veces se tiene vergüenza de los orígenes, de los padres, de los parientes. Se acumula mentira tras mentira para lograr atraer la consideración de los demás. Se subraya y se exagera todo lo que puede servir a este fin, y no es raro que para esto se inventen toda clase de proezas más o menos heroicas.

            ¡Qué alegría cuando se consigue esta vana gloria! Pero también se comprueba con rabia en el corazón el fracaso de los propios y miserables esfuerzos. Una envidia mortal se instala en el alma cuando otro recibe los laureles que uno soñaba para sí mismo.

            Sería un error creer que estas aberraciones no se encuentran en los medios que llamamos piadosos. No insistimos sobre este punto. Nuestro Señor flageló con palabras duras y amargos reproches a los hipócritas, y sucede con bastante frecuencia que los actos de religión y de piedad queden arruinados o manchados por toda clase de intenciones más o menos nobles. La pequeña tos mística de la beata para hacerse notar no es, por desgracia, la manifestación más grave de este «orgullo de la vida», trasplantado en el campo religioso.

Jesús y el «orgullo de la vida» 

            Este es el mal que hay que curar y evitar. Y ahora viene el remedio: la doctrina y el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo.

            Si hay algo que desluce y arruina la vida de tantos «hombres grandes», pero está totalmente ausente de la vida de Jesús, es la pose, la afectación, esto es, hablar y obrar para figurar. En la vida de Jesús todo es verdadero, sencillo, sincero. Y este no es ciertamente el menor encanto del Evangelio.

            Nuestro Señor se encuentra elevado por encima de todos los hombres, incluso en el plano natural, a alturas incomparables. Pues El es Dios, y por lo tanto infinito en sabiduría, virtud y perfección. Pero, contra el criterio de los mundanos, que están al acecho de los puestos de honor y de los lugares elevados, El quiere ocupar el último rango en la sociedad; lo llamarán «el hijo del carpintero», y se atendrá en todas las cosas a la humilde condición social en que el Padre quiso establecerlo.

            No se asemejará a los mundanos, que quieren ser colocados por encima de los demás y mandar a mucha gente: «El Hijo del hombre, dirá, no ha venido a ser servido, sino a servir», y en la última Cena se levanta de la mesa para lavar con sus propias manos los pies de sus discípulos. Hace lo que el mundo detesta: obedece durante treinta años a su padre putativo, y sobre todo a su dulce Madre: «Vivía sujeto a ellos…». Y San Pablo resumirá su vida entera en estos términos: «Tomando condición de siervo… se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz».

            De sus discípulos, enfrente de los modales pretenciosos y ambiciosos del mundo, exige la sencillez y la humildad de un niño. Cuando la madre de los hijos de Zebedeo, parientes de Cristo, viene a pedirle para ellos y en su nombre los dos primeros puestos en su reino, y los demás discípulos se indignan por estas pretensiones, El aprovecha la ocasión para prevenirlos contra el espíritu de dominación y de orgullo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».

            En otra ocasión, en Cafarnaúm, preguntó a sus discípulos: «¿De qué discutíais por el camino?». No sabían qué contestar, pues, una vez más, habían estado discutiendo para saber quién sería el primero entre ellos. Llama entonces a un niño, lo abraza y lo coloca en medio de ellos, diciendo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos». Esta doctrina va en contra de las falsas doctrinas del mundo. Quien se atreviese, en una reunión de mundanos, a adelantar estos principios, pidiendo que fuesen aplicados en la vida práctica, sería recibido con una carcajada sin lugar a dudas. ¡Es que se trata de la sabiduría de Dios, que es locura para el mundo!

            No, no hagamos absolutamente nada movidos por un espíritu de ambición y vanagloria: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos… Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres… Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres».

            La misma lección nos da, pero con palabras llenas de santa indignación, en la sorprendente filípica con que flagela a los Fariseos y Escribas orgullosos e hipócritas: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres… Quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame “Rabbí”. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Rabbí”, porque uno solo es vuestro Maes­tro… Ni tampoco os dejéis llamar “Señor”, porque uno solo es vuestro Señor: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

            Todo esto es claro y neto. Y si proseguimos el razonamiento en la misma línea llegamos a la conclusión de que nuestra mayor dicha en este mundo consiste en ser desconocidos y despreciados por los hombres, y nuestra mayor desgracia consiste en ser alabados y exaltados por ellos: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo… Alegraos ese día y saltad de gozo… Pero ¡ay de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!».

            ¡Lecciones preciosas y sublimes, que hemos de recordar a cada instante! ¡Qué lejos vive el mundo, incluso el mundo cristiano, de estas enseñanzas! ¡Qué superficialmente ha rozado nuestra vida el Evangelio! Sin desalentarnos ni desfallecer, trabajemos por la cristianización más profunda de nuestras convicciones y de nuestra vida, con la bendición de Jesús, «manso y humilde de Corazón», y con la ayuda de nuestra dulce Madre, la humilde Virgen María, que por su humildad cautivó el Corazón de Dios!

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