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HORA SANTA CON JESÚS

 

(Dictada a María Valtorta)

14 de junio de 1944. 

Hora santa de Jesús.

I.

“Si no te lavare no tendrás parte en mi Reino”.

Alma que amo, y vosotros todos que amo, oídme. Soy Yo quien os habla, porque quiero pasar con vosotros esta hora.

Yo, Jesús, no os alejo de mi altar aunque a él vengáis con el alma maltrecha por plagas y enfermedades, o envuelta en lianas de pasiones que anonadan vuestra libertad espiritual, entregándoos atados en poder de la carne y de su rey: Lucifer.

Yo continúo siendo Jesús, el Rabí de Galilea, aquel a quien los leprosos, los paralíticos, los ciegos, los endemoniados, los epilépticos llamaban a gritos diciendo: “Hijo de David, ten piedad de mí”. Yo continúo siendo Jesús, el Rabí que tiende la mano a quien se ahoga y le dice: “¿Por qué dudas de Mí?”. Yo sigo siendo Jesús, el Rabí que dice a los muertos: “Álzate y vive. Lo quiero. Sal de tu sueño de muerte, de tu sepulcro, y camina” y os devuelvo a quien os ama.

¿Y quién os ama, oh dilectos míos? ¿Quién os ama con amor verdadero, no egoísta, no inconstante? ¿Quién os ama con un amor no interesado ni avaro, sino cuya única meta sea la de daros lo que ha acumulado para vosotros y deciros: “Toma. Todo es tuyo. Todo esto lo he hecho por ti, para que sea tuyo y lo disfrutes”? ¿Quién? El Dios eterno. Y Yo os devuelvo a Él. A Él que os ama.

No os alejo de mi altar. Porque este altar es mi cátedra, es mi trono, es la morada del Médico que cura todo mal. Desde aquí os enseño a tener fe. Desde aquí, Rey de Vida, os doy la Vida. Desde aquí me inclino sobre vuestras enfermedades y las sano con mi soplo de amor.

Y aún hago más, ¡oh hijos! Desciendo de este altar y os salgo al encuentro. Heme aquí que me asomo al umbral de estas casas mías, en las que demasiados pocos son los que entran y menos aún los que entran con fe segura. Heme aquí que, figura de paz, me asomo a vuestros caminos por los que pasáis abatidos, amargados, abrasados por el dolor, por los intereses, por el odio. Heme aquí, que os tiendo las manos, porque os veo vacilar cansados bajo el peso de enormes piedras que os habéis impuesto y que han usurpado el lugar de aquella cruz que había puesto en vuestras manos para que fuera vuestro apoyo, como lo es el cayado para el peregrino. Os digo: “Entra. Descansa. Bebe”, porque os veo exhaustos, sedientos.

Pero vosotros no me veis. Pasáis junto a Mí, me empujáis, a veces por mala voluntad, otras porque vuestra vista espiritual está ofuscada, a veces me miráis. Pero sabéis que estáis sucios y no osáis acercaros a mi candor de Hostia divina. Mas este Candor sabe compadeceros. Conocedme, hombres, que desconfiáis de Mí porque no me conocéis.

Oíd. He querido dejar la Libertad y la Pureza que son la atmósfera del Cielo y descender a vuestra cárcel, con este aire impuro, para ayudaros, porque os amo. Y aún he hecho más: me he privado de mi libertad de Dios y me he hecho esclavo de una carne. El Espíritu de Dios encerrado en una carne, la Infinidad aprisionada por un puñado de músculos y de huesos, sujeta a sentir las voces de esta carne que padece el frío y el sol, el hambre, la sed y el cansancio. Podía ignorarlo todo. He querido conocer las torturas del hombre caído de su trono de inocente para amaros todavía más.

Y aún no me he conformado con esto. He querido –porque para compadecer hay que padecer lo que padece aquel a quien se compadece– he querido sentir el asalto de todos los sentimientos para sentir vuestras luchas, para entender cuán astuta que es la tiranía que Satanás os pone en la sangre, para entender qué fácil es quedarse hipnotizados por la serpiente si tan sólo por un momento se bajan los ojos sobre su mirada fascinadora, olvidando que se vive en la luz. Porque la serpiente no vive en la luz. Va a los escondrijos sombríos que aparecen sosegados y en cambio son engañosos. Para vosotros estas sombras tienen nombre: mujer, dinero, poder, egoísmo, sentido, ambición. Os eclipsan la Luz que es Dios. En medio de ellas está la Serpiente: Satanás. Parece un collar. Es la cuerda para vuestra estrangulación. He querido conocer esto porque os amo.

No me ha bastado aún. A Mí me hubiera bastado. Pero la Justicia del Padre podía decir a su Carne: “Tú has triunfado contra la insidia. Sin embargo, el hombre–carne como Tú no sabe triunfar, que sea castigado por ello porque Yo no puedo perdonar a quien está inmundo”. He tomado sobre Mí vuestros oprobios. Los pasados, los de este momento y los futuros. Todos. Aún más que Job para encubrir sus llagas, estuve sumergido en un estercolero cuando, hundido por el pecado de todo un mundo, no osaba ni tan siquiera alzar los ojos para buscar el Cielo, y gemía sintiendo pesar sobre Mí la cólera del Padre acumulada durante siglos, consciente de las culpas que preveía. Un diluvio de culpas sobre la Tierra, desde su amanecer hasta su noche. Un diluvio de maldiciones sobre el Culpable. Sobre la Hostia del Pecado.

¡Oh hombres! Yo era más inocente que el niño que la madre besa cuando vuelve del bautismo. Y de Mí se horrorizó el Altísimo porque era el Pecado, porque había tomado sobre Mí todo el pecado del mundo. He sudado de repugnancia. He sudado sangre por la repugnancia ante esta lepra en Mí, Yo que era el Inocente. La sangre me ha roto las venas por el asco ante el fétido charco en el que estaba sumergido. Y para completar esta tortura, a este exprimirse la sangre de mi corazón, se ha unido la amargura de estar maldecido, porque en aquel momento no era el Verbo de Dios: era el Hombre. El Hombre. El Culpable.

¿Acaso puedo, Yo que lo he padecido, no comprender vuestro abatimiento y no amaros porque estáis abatidos? Por eso os amo. No tengo más que recordar aquel momento para amaros y llamaros: “¡Hermanos!”. Pero el llamaros así no es suficiente para que el Padre pueda llamaros: “Hijos”. Y Yo quiero que os llame así. ¿Qué hermano sería si no os quisiera conmigo en la Casa paterna?

Entonces, pues, os digo: “Venid, que Yo os lave”. Nadie está tan sumamente sucio que no le limpie mi baño. Nadie es tan puro que no lo necesite. Venid. Esto no es agua. Hay fuentes milagrosas que sanan las llagas y las enfermedades de la carne, pero ésta es más que ésas. Esta fuente mana de mi pecho.

He aquí el Corazón desgarrado del que brota el agua que lava. Mi Sangre es el agua más cristalina que exista en lo creado. En ella se anulan enfermedades e imperfecciones. Y vuelve vuestra alma blanca e íntegra, digna del Reino.

Venid. Dejad que Yo os diga: “¡Yo te absuelvo!”. Abridme vuestro corazón. En él se encuentran las raíces de vuestros males. Dejad que Yo entre. Dejad que Yo desate vuestras vendas. ¿Os repugnan vuestras llagas? Vistas bajo mi luz os aparecen lo que son: hormigueros de gusanos inmundos. No las miréis. Mirad las mías. Dejadme hacer. Tengo la mano ligera. No sentiréis más que una caricia... y todo quedará curado. No sentiréis más que un beso y una lágrima. Y todo quedará limpio.

¡Oh, qué hermosos estaréis entonces alrededor de mi altar! Ángeles entre los ángeles del sagrario. Y mi Corazón tendrá una alegría inmensa. Porque soy el Salvador y no desprecio a nadie. Pero también soy el Cordero que pace entre los lirios, y me complazco cuando estoy circundado de candor porque he tomado la vida y la he dado para haceros cándidos.

¡Oh cómo veo a mi Padre sonreiros y al Amor fulguraros con sus fulgores, porque ya no estáis manchados de pecado!

Venid a la fuente del Salvador. Que mi Sangre descienda sobre el ánimo contrito y una voz, en la que está la mía, diga: “Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

II.

“Uno de vosotros me traicionará.

¡Uno de vosotros! Sí, en la proporción de uno a doce, uno de vosotros me traiciona.

Cada traición es más dolorosa que una lanzada. Mirad la Humanidad de vuestro Redentor: desde la cabeza hasta los pies es toda una herida. La flagelación hace horrorizar a quien la medita y agonizar a quien la padece. Fue un dolor atroz, pero duró una hora. Vosotros, que me traicionáis, me flageláis el Corazón, y lo hacéis desde hace siglos.

Yo os he amado, Yo os amo y os compadezco; Yo os perdono, Yo os lavo quitándome la Sangre para daros un baño purificador, y vosotros me traicionáis.

Soy el Verbo de Dios, estoy glorioso en el Cielo; pero en este Cielo no estoy sólo como Espíritu, sino también como Carne. La carne tiene sentimientos y afectos ¿por qué queréis renovarme continuamente ese fuego corrosivo que es la cercanía de un traidor? ¿Está lejos el Cielo? No, hijos que me traicionáis, Yo estoy cerca de vosotros, estoy entre vosotros, y vosotros me quemáis con la llama de vuestro traicionar.

Miro, buscando un consuelo, entre las distintas clases de personas y en cada una encuentro miradas y miradas de traidores ¿por qué me traicionáis? Yo estoy entre vosotros para haceros el bien ¿por qué queréis hacerme daño? Yo os traigo mis dones ¿por qué me lanzáis víboras mordaces? Yo os llamo “amigos” ¿por qué vosotros me respondéis: “Maldito”? ¿Qué os he hecho? ¿Qué hombre conocéis que sea más paciente y más bueno que Yo?

Mirad. Cuando sois felices nadie os abandona, pero si lloráis, si la riqueza os abandona, si una enfermedad os hace contagiosos, es entonces cuando todos se alejan de vosotros. Yo permanezco. Más aún os acojo precisamente entonces, porque es cuando venís. Ya no tenéis a nadie con quien llorar y hablar, y entonces os acordáis de Mí, y Yo no os digo: “Vete que no te conozco”. Podría decirlo porque de hecho mientras que erais ricos, sanos y felices nunca habéis venido a decirme: “Lo soy y te lo agradezco”.

Pero no, ni siquiera pretendo esto de quien aún no es un gigante de amor. Las “gracias” no las pretendo. Me conformaría con que me dijerais: “Soy feliz”. Decídmelo. No me consideréis un extraño. Acordaros de que Yo también estoy aquí y dedicad un pensamiento a este Jesús. Las “gracias” las diré Yo por vosotros a Dios: Padre mío y vuestro. En cambio nunca venís. Y podría decir: “No os conozco”. En cambio, heme aquí que os abro los brazos y digo: “Ven, que lloramos juntos”.

Mirad. Estoy en las cárceles, en las celdas pequeñas y viles, sentado a la misma mesa que el presidiario, y le hablo de una libertad más verdadera que esa que está más allá de las cuatro paredes, de una libertad que ya no teme el ser herida por culpas que deben ser castigadas. Y sin embargo, aquel encarcelado es uno que me ha traicionado, ofendiendo mi ley de amor. Quizás ha matado, quizás ha robado, pero ahora me llama y heme aquí con él. El mundo le desprecia, Yo le amo. He llamado “amigo” a quien me mataba y me arrancaba de la vida. Puedo llamar “amigo” a este infeliz que vuelve a Mí.

Estoy, llama de amor, cerca de los enfermos. Sus fiebres conocen mis caricias, su sudor mi sudario, sus languideceres mi brazo que les sostiene, sus angustias mi palabra. No obstante, muchos están enfermos por haberme traicionado, traicionando mi ley. Han servido a la carne y la carne, fiera enloquecida, se ha extraviado y les pierde, ahora, también en la vida. Y de todas formas, Yo soy el único que no me canso de su mal y velo con ellos, y sonrío ante sus esperanzas y, en cuanto que el Padre lo permite, las transformo en realidad. Mas si veo que el decreto es de muerte, entonces tomo a este hermano que tiembla ante el misterio de la muerte y que me llama, y le digo: “No temas. Crees que sea tiniebla: es luz. Crees que sea dolor: es alegría. Dame tu mano, conozco la muerte, la conocí antes que tú. Sé que es un instante en el que Dios auxilia sobrenaturalmente, para mitigar los sentidos y evitar que el alma se abata en la lucha final. Fíate. Mírame. Sólo a Mí... ¡Ya está! ¿ves? has atravesado el umbral. Ven conmigo, ahora, al Padre. No temas tampoco en este momento. Yo estoy contigo, y el Padre ama a quien amo”.

Estoy en las casas desiertas. Antes había voces alegres. Ha pasado la muerte o la miseria. El superviviente vaga solo. Los amigos huyeron. Los amados, lejos por trabajo o por la muerte. Hay sol en el cielo, pero para el superviviente todo es tiniebla. Hay paz en el aire de la noche, pero para el superviviente no hay descanso. Y sin embargo muchas veces se me ha traicionado en esa casa, deificando a las criaturas. Se ha amado idólatramente a las criaturas traicionando mi ley. Pero Yo entro, y voy a poner un rayo en las tinieblas, a infundir paz donde hay tempestad. Aquel superviviente me ha llamado... quizás distraídamente, quizás sin una auténtica voluntad de tenerme, pero Yo voy sin tardar.

¡Oh! sólo pido estar con vosotros. Todo recuerdo de los errores pasados se desvanece cuando me llamáis: “¡Jesús!”.

Pero no flageléis mi Corazón. Ya está abierto y desangrado. No irritéis su herida. Y a quienes me han entendido en mi dolor de traicionado, digo: “Uno de vosotros me traicionará. Dadme vuestro fiel amor como bálsamo”. Y lo digo a todos: a los santos, mis predilectos como Dios; a los pecadores, mis predilectos como Jesús. Porque también los pecadores, por quienes me hice Jesús, pueden curarme esta herida.

¿Sois samaritanos? Ya lo sé, pero mi parábola habla de un samaritano bueno que cura las heridas que no fueron curadas por los hijos de la ley que pasaron de largo, absortos por las prisas de servir a Dios. No saben que a Dios se le sirve más amando que cumpliendo preceptos.

Yo soy el Herido que languidece en vuestros caminos. Los salteadores me han asaltado y desnudado. Los salteadores: los que indignamente se aprovechan de mi sacrificio de Dios que se hace carne. Me desnudan: negando mis atributos con sus múltiples herejías. Desnudan a la Verdad, les apetece ese ropaje porque es resplandeciente. Pero no saben que resplandece porque lo lleva puesto quien es Sol, y que en sus manos, que lo cubren con las babas de sus mentes soberbias, se convierte en un trapo cualquiera.

La Verdad es verdad, y con esta luz se ilumina todo cuando se ve unido a Dios. Separada, se convierte en lenguaje babélico. Porque la Verdad es Ciencia y Sabiduría, pero desarraigada de Dios se convierte en caos.

Curadme vosotros, aunque seáis samaritanos. Dadme vuestro aceite y vuestro vino: el aceite, el amor; el vino, la contrición de vuestro yo. Medicadme, no os desdeño. Que la pecadora que refresca mis pies cansados os hable, y diga si desprecio al pecador.

Pero no me traicionéis nunca más. Id y no pecad más. Todo os lo perdono si todo en vosotros me ama. Dadme un beso sincero. Mi mejilla arde por el beso de los traidores. Curadla con el beso de la fidelidad.

III.

“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.

Desde la cuna hasta la cruz. Desde Belén hasta el monte de los Olivos, os he amado.

El frío y la miseria de mi primera noche en el mundo no me han impedido amaros con mi espíritu y, anonadadamente hasta no poder deciros, Yo–Verbo: “os amo”, os he dicho aquellas palabras con mi espíritu, inseparable del espíritu del Padre y con Él operante en una actividad inextinguible.

La agonía de mi última noche en la Tierra no me impidió amaros. Al contrario, ha tocado las más altas cumbres del amor, ha ardido en el incendio más vivo, ha consumado todo lo que no era amor hasta exprimir, junto con la repulsión por el pecado y el dolor por el abandono paterno, la sangre de mis venas.

¿Qué amor hay más grande que el de aquel que sabe amar sabiéndose odiado? Yo os he amado así.

El primer gesto de mis manos, una caricia; el último, una bendición. Y entre estos dos gestos, nacido el primero en la oscuridad de una noche de invierno, el último en el resplandor de una abrasadora mañana de verano, treinta y tres años de gestos de amor, que respondían a otros tantos movimientos de amor. Amor de milagros, amor de caricias a los niños y a los amigos, amor de maestro, amor de benefactor, amor de amigo, amor, amor, amor...

Y amor más que humano en la última Cena. Antes de que fueran atadas y traspasadas, estas manos mías han lavado los pies de los apóstoles incluso de aquel al que habría querido lavar el corazón, y han partido el pan. Y me rompía el Corazón con aquel pan. Ése os daba. porque sabía cercano mi regreso al Cielo y no quería dejaros solos. Porque sabía qué fácil os es olvidaros y quería que os vierais, hermanos sentados a una única mesa, alrededor de mi mesa, para deciros el uno al otro: “Somos de Jesús”.

¿Qué amor más grande que el de aquel que sabe amar a quien le tortura? Con todo, Yo os he amado así, y he sabido pedir por vosotros mientras que moría.

Amaos como Yo os he amado. El odio extingue la luz, e incluso el simple rencor ofusca la paz. Dios es paz, es luz, porque Dios es amor, pero si no amáis, y amáis como Yo os he amado, no podréis tener a Dios.

Como Yo os he amado. Por eso sin soberbias. De este sagrario, de esta cruz, de este Corazón sólo salen palabras de humildad.

Soy Dios y soy vuestro Siervo, y estoy aquí en espera de que me digáis: “Tengo hambre” para darme a vosotros hecho Pan. Soy Dios y me expongo a vuestros ojos sobre el madero, que era un patíbulo infame, desnudo y maldito. Soy Dios y os ruego que améis mi Corazón. Os lo ruego. Porque os amo, porque si me amáis os hacéis el bien a vosotros mismos. Yo soy Dios, con o sin vuestro amor sigo siendo Dios, pero vosotros no. Sin mi amor no sois nada: polvo.

Os quiero conmigo. Os quiero aquí. Quiero con vuestro polvo hacer una luz de bienaventuranza. Quiero que no muráis, sino que viváis, porque Yo soy la Vida y quiero que vosotros tengáis la Vida.

Amaos sin egoísmo. Sería un amor impuro, destinado a morir por enfermedad. Amaos queriendo para los demás mayor bien del que deseáis para vosotros mismos. Es muy difícil, lo sé, pero ¿veis este Pan eucarístico? Ha forjado mártires. Eran criaturas como vosotros: miedosas, débiles, hasta viciosas. Este Pan les ha convertido en héroes.

En el primer punto os he indicado mi Sangre para vuestra purificación. En el tercer punto os indico esta Mesa y este Pan para santificaros. La Sangre, de pecadores os ha hecho justos; el Pan, de justos os hace santos. Un baño limpia pero no nutre; refresca, repone, pero no se hace carne de la carne. La comida, en cambio, se hace sangre y carne, se hace parte de vosotros mismos. Mi Comida se hace parte de vosotros mismos.

¡Oh! ¡pensad! Mirad a un niño pequeño. Hoy come su pan y mañana de nuevo y también pasado mañana, y el otro, y el otro. Entonces se hace hombre: alto, robusto, hermoso. ¿Su madre lo hizo así? No, su madre lo ha concebido, llevado en su seno, dado a luz, criado y amado, amado, amado. Pero el pequeño hubiera perecido de inanición, si tras la leche no hubiera tenido más que baños, besos y amor. Este pequeño se hace hombre porque toma comida para adultos. Aquel hombre lo es porque toma su alimento cotidiano.

Lo mismo sucede con vuestro yo espiritual. Nutridlo con el Alimento verdadero que desciende del Cielo y que desde el Cielo os trae todas las energías para haceros viriles en la Gracia. La virilidad sana y fuerte siempre es buena. Mirad cómo es más fácil ver a un enfermizo ser áspero y sin compasión ni paciencia. Mi Alimento os hará sanos y fuertes en la virilidad del espíritu y sabréis amar a los demás más que a vosotros mismos, como Yo os he amado.

Porque, mirad, hijos, Yo os he amado no como uno se ama a sí mismo sino más que a Mí mismo. Tanto es así que me he dispuesto a la muerte para salvaros a vosotros de la muerte. Si amáis así conoceréis a Dios.

¿Sabéis qué quiere decir conocer a Dios? Quiere decir conocer el gusto de la verdadera Alegría, de la verdadera Paz, de la verdadera Amistad. ¡Oh! ¡la Amistad, la Paz, la Alegría de Dios! Es el premio prometido a los bienaventurados, pero ya se le da a quien, en la Tierra, ama con todo su ser.

El amor, para ser verdadero, no lo es de palabras, es de hechos, activo, como su fuente que es Dios. Nunca se cansa de obrar ni siquiera por las decepciones que dan los hermanos. Pobre de aquel amor que cae como un pájaro de débiles alas cuando un obstáculo le hiere.

El verdadero amor, aún herido, sube. Si no puede volar, trepa con las uñas y con el pico para no yacer en la sombra y en el hielo, para estar en el sol, medicina de todo mal. Y en cuanto está restablecido vuelve a volar. Y va de Dios a los hermanos y de éstos a Dios, mariposa angélica que lleva el polen de los jardines celestiales para fecundar las flores terrestres, y lleva a Dios los perfumes raptados de las flores más humildes, para que los acoja y los bendiga.

Pero ¡ay de ella si se aleja del sol! El Sol es mi Eucaristía, porque en Ella está bendiciendo el Padre y amante el Espíritu, mientras que Yo, el Verbo, obro.

Venid y tomad. Éste es mi Alimento que ardientemente pido que sea consumado por vosotros.

IV.

“Si permanecéis en Mí y mi doctrina permanece en vosotros, se os dará cuanto pidáis”.

Desciendo en vosotros y me hago vuestro alimento. Pero, como Centro que soy, hacia Mí os aspiro. Vosotros os nutrís de Mí, pero con mayor razón Yo me nutro de vosotros. Ambas hambres son insaciables y continuas. La vid nutre a sus sarmientos, pero son los sarmientos los que hacen la vid. El agua nutre los mares pero son los mares los que nutren el agua, volviendo a subir en evaporaciones para descender de nuevo. Por eso tenéis que permanecer en Mí como Yo en vosotros. Separados, no Yo sino vosotros moriríais.

Yo soy alimento para el espíritu y alimento para el pensamiento. El espíritu se nutre de la Carne de un Dios. Esencia efundida por Dios, sólo puede recibir su alimento de lo que es su matriz. El pensamiento se nutre con mi Palabra que es el Pensamiento de un Dios.

¡Vuestro pensamiento! la inteligencia es la que os hace semejantes a Dios, porque en la inteligencia está la memoria, el intelecto y la voluntad como en el espíritu está la semejanza por ser espíritu, libre, inmortal.

Vuestro pensamiento, para ser capaz de recordar, entender, querer lo que es el bien, tiene que estar nutrido por mi Doctrina. Ésta os recuerda los beneficios y las obras de Dios, quién es Dios, qué se le debe a Dios. Ésta os hace comprender el bien y discernirlo del mal, os hace desear el bien. Sin mi Doctrina os hacéis esclavos de otras que tienen el nombre de “doctrina” pero que son errores. Y como naves sin brújula ni timón vais a la deriva. Salís de las rutas. ¿Y entonces cómo podéis decir: “Dios me ha abandonado” cuando sois vosotros los que le habéis abandonado a Él?

Permaneced en Mí. Si no permanecéis en Mí es signo de que me odiáis. Y mi Padre odia a quien me odia, porque quien me odia, odia al Padre, siendo Yo uno con el Padre. Permaneced en Mí. Haced que el Padre no pueda distinguir al sarmiento de la vid, en tal modo el sarmiento es uno con ella. Haced que el Padre no pueda ver donde termino Yo y comenzáis vosotros, tan plena es la semejanza. Quien ama acaba tomando inflexiones, dichos y gestos del amado.

Yo quiero que vosotros seáis otros Jesús. Y esto porque quiero que obtengáis cuanto pedís –fundidos conmigo sólo podéis pedir cosas buenas– y no tengáis que conocer denegaciones. Y esto porque Yo quiero que tengáis aún más de cuanto pedís, porque el Padre efunde sus tesoros sobre su Hijo en un continuo flujo de amor, y quien está en el Hijo disfruta de esta efusión infinita que es el amor de Dios que se deleita en su Verbo y que circula en Él. Ahora bien, Yo soy el Cuerpo y vosotros los miembros, y por esto la Alegría que me inunda y viene del Padre, el Poder, la Paz y toda perfección que circula en Mí se os comunica, mis fieles, a vosotros que sois parte inseparable de Mí aquí y allende.

Venid y pedid. No tengáis miedo de pedir. Lo podéis pedir todo porque Dios lo puede dar todo. Pedid por los presentes y por los ausentes, pedid por los pasados, los presentes, los futuros, pedid por vuestra jornada, y por vuestra eternidad, y por ésta y aquella de quienes amáis.

Pedid, pedid, pedid. Por todos. Por los buenos para que Dios les bendiga, por los malvados para que Dios les convierta. Decid conmigo: “Padre, perdónales”. Pedid: la salud, la paz en la familia, la paz en el mundo, la paz para la eternidad. Pedid la santidad. Sí, también ésta. Dios es el Santo y es el Padre, pedidle, junto con la vida que os mantiene, la santidad a través de la Fuerza que proviene de Él.

No tengáis miedo de pedir. El pan de cada día y la bendición cotidiana. No sois sólo cuerpo, aún no sois todo espíritu. Pedid por éste y por aquél y se os dará.

No temáis ser demasiado osados. Yo por vosotros he pedido mi misma gloria, más aún, incluso os la he dado para que seáis semejantes a Nosotros que os amamos, y el mundo conozca que sois hijos de Dios.

Venid. En mi Corazón está vuestro Padre. Entrad, para que Él os pueda reconocer y decir: “Que se haga una gran fiesta en el Cielo porque he recobrado a un hijo que amaba”.

 

“Te he complacido” dice Jesús. “He hablado Yo todo el tiempo. He querido que hablara mi Voz eucarística. Tenedla como mi regalo. Te bendigo y a todos los que la escucharán”.

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