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EL RACIONALISMO

 

Afirma el dominio supremo y absoluto de la razón humana en todos los campos, sometiendo a su control todo hecho y toda verdad, sin excluir el mundo sobrenatural y la misma autoridad de Dios.

Es el naturalismo aplicado a la inteligencia, e indirectamente a la voluntad.

Negación de la Fe sobrenatural (racionalismo grosero), o primacía de la razón sobre dicha Fe (racionalismo moderado).

Ver las cosas con criterios meramente humanos, a la sola luz de la ciencia o de la experiencia, y no a la luz de la Revelación y del Plan de Dios de la Salvación.

El racionalismo niega la Divinidad de Cristo y de la Iglesia, el valor sobrenatural de los milagros, la Inspiración de la Sagrada Escritura, y la Infalibilidad del Romano Pontífice.

En una palabra, niega toda verdad Revelada, por el hecho de superar las solas fuerzas de la inteligencia humana.

Una forma de racionalismo es el intelectualismo: quedarse en la doctrina, faltando a la caridad. No basta tener razón, hay que tener amor.


(Dictado a María Valtorta)

10 de noviembre de 1943

Dice Jesús:

“Aunque se hiciera la observación de que Yo me repito, no me muevo de mi propósito. También los pecados de los hombres se repiten, no obstante todos los avisos, con una monotonía desalentadora. Contrapongo mi Voz de justicia al sonido de su voz de culpa, para que no se diga que no he hablado y se me acuse de haberos dejado en el error.

Desde hace 20 siglos mi Voz dice las mismas cosas y esta acusación no debiera darse. Pero el hombre, a quien le resulta muy cómodo olvidarse de cuanto pueda condenar sus fechorías, dice que esto o aquello no lo sabía. Es una excusa que lo deshonra y lo envilece porque es mentirosa y porque, en cuanto embustera, acusa a su inteligencia de ser imperfecta y a su memoria lesionada.

¿Cómo no recordar las enseñanzas repetidas y repetidas? Os ponéis por debajo de los animales que aprenden lo que el hombre les enseña. Vosotros, tan soberbios, ¿no pensáis que esto sólo es una gran afrenta para vuestra soberbia?

María, escribe una vez más la aplicación de la parábola del sembrador. Te la dictaré para una categoría especial de personas, cuyo error me entristece. En algunos error de imprudencia, en otros error de soberbia, en otros de rebelión y en la otra categoría de escándalo.

Dice la parábola que una parte de la semilla cayó junto al camino y fue picoteada por las aves. La segunda parte cayó sobre las piedras y echó raíces, pero inmediatamente se secó por falta de humedad. La tercera cayó entre espinos y murió sofocada. La cuarta, caída en buen terreno, fructificó en distintas medidas.

La Palabra de Dios es semilla de vida eterna. Pero la palabra está acechada por muchas cosas. Dejo estas muchas cosas y hablo solamente de una, diría mortal, quizás más que el pecado mismo. Y que no se escandalice ningún espíritu pusilánime cuando digo que quizás sea más mortal que el pecado. Es verdad.

El pecador que no tiene la mente corrompida  por el ácido del racionalismo, tiene noventa probabilidades de saber acoger la Palabra y volver a encontrar la Vida. El racionalista sólo tiene diez probabilidades, e incluso menos, de conservarse capaz de salvación a través de la Palabra.

El racionalismo es peor que la cizaña. Cuando se vea su obra, en el momento en que será conocido todo lo de la tierra y de los hombres, se verá que esta herejía ha sido la más nociva porque es la más sutil y la más penetrante. Es como un gas. Lo absorbéis y os mata, pero no lo veis, a veces ni siquiera sentís el olor, o incluso, siendo agradable, aspiráis ese olor con placer. Lo mismo sucede con el racionalismo.

Las grandes herejías han tenido en sí dos cosas buenas: lo primero de todo es que fueron originadas por una fe. Equivocada, si queréis, digna de condena cuanto os parezca. Pero siempre fe. Por eso han tenido sus mártires, sus lágrimas, sus luchas para afirmarse, y ánimos rectos las han embellecido durante siglos con luces de santidad que sólo tienen en contra el haber florecido sobre un árbol malo no injertado en Cristo. La segunda cosa buena de las herejías es el gran ruido que han producido, por lo que quien no quería pertenecer a ellas sabía cómo hacer para no vincularse. Las propias luchas con la Iglesia y con los Estados eran una señal para los católicos, constituían un límite más allá del cual uno iba conscientemente.

En el racionalismo falta esto y penetra inadvertidamente allí donde se cree que no pueda entrar. Entra por miles de orificios, como una serpiente. Se viste con vestiduras lícitas, más aún, admirables,  y actúa bajo ellas pero contra ellas. Es un virus. Cuando uno se percata ya lo tiene difundido por la sangre y difícilmente se libra de él.

Bajo el rayo de mi Misericordia la reacción del pecado es violenta. Pero la del racionalismo es nada. Vuelve impracticable el camino hacia la gracia y la rechaza, como un espejo ustorio. Y más aún, se convierte en un ardor nocivo que termina por producirse la propia condena.

El racionalista pone las cosas de Dios al servicio de sus fines. No a sí mismo al servicio de Dios. Doblega, explica, utiliza la Palabra a la luz, pobre luz, de su mente turbada y, como un loco que ya no conoce el valor de las cosas ni de las palabras, les da significados que sólo pueden salir de uno que ha esterilizado el astutísimo obrar de Satanás.

Hay racionalistas y racionalistas.

Comenzaré por los grandes. Los “superhombres”. Los que niegan a Dios. Quieren explicar la creación, el milagro, la divinidad, según sus conceptos llenos de orgullo humano.

Donde hay orgullo no está Dios. Estad seguros. Donde hay soberbia no hay Fe. Allí está Satanás, y Satanás es el más hábil de los prestidigitadores para seducir al hombre y hacer que le parezca oro puro la hojalata recogida del fango.

Éstos que niegan a Dios, que creen humillarse aceptando humildemente lo que con la sola capacidad mental no saben explicar, y han matado en sí la capacidad de amar, son los gigantes del racionalismo.

No estoy dando una conferencia para los hombres y por eso no cito nombres. Los nombres los podéis poner vosotros. Para Mí son astros muertos, precipitados hechos trizas en el fango. Ya no tienen nombre o sólo tienen uno que será grabado a fuego en sus frentes perversas y en su corazón más árido que el pedernal el Día de la Justicia. Se pasan la vida devastando. Son peor que una avalancha y que un huracán, peor que la locura, peor que la fiebre. Allí donde llegan, matan.

En éstos la Palabra no baja de hecho. Hay sobre ellos demasiadas cosas que obstaculizan a la Palabra. Son una de las categorías de los “Muertos del espíritu”. Rebeldes y escandalosos.

La segunda categoría son los humanamente cultos. Éstos no niegan a Dios. Pero ponen una espesura de erudición humana sobre la sencillez divina, que se ha hecho tal para que a la luz del amor puedan entenderla hasta los más humildes. Se visten como pavos reales orgullosos de su plumaje, y como éstos son hermosos sólo en apariencia: no saben caminar, no saben cantar en el camino y en las alabanzas del Señor.

Les falta el amor que es el nervio del ala para volar hacia Dios y que es la cuerda de la cítara para bendecir a Dios. La Palabra desciende sobre ellos y echa raíces. Pero después muere porque éstas la cubren y la ahogan bajo las hojas inútiles de sus conocimientos humanos.

¿Sabes cómo oyen la Palabra? Como uno que oiga a otro hablar en un idioma desconocido para él. Oye la voz y ve el movimiento de los labios, pero no entiende nada. Se parecen también a uno que, duro de oídos, grita mientras que el otro le habla bajo. El estruendo de sus palabras acaba cubriendo la voz del otro. Su demasiada erudición crea una Babel en él. Por su demasiado saber no aceptan las luces, tan sencillas y puras, que Dios ha puesto para que el hombre vea el camino que lo lleva al Padre. Y hacen Babel y tinieblas también a los demás.

Tercera categoría, la de quienes han empedrado su propio corazón con las piedras del racionalismo de los demás, para hacerlo menos ignorante. Son los adoradores de los ídolos humanos. No saben adorar a Dios con todo su corazón, pero saben extasiarse ante un pobre hombre que se presenta como superhombre. Con su desconfianza cierran la puerta al Verbo divino, pero aceptan las explicaciones de un semejante a ellos que tenga fama de entendido.

Sería suficiente con que pidieran humildemente a la Gracia que les iluminase y les instruyera acerca del valor de esas notas, y la Gracia les haría ver que esas explicaciones, esas doctrinas, se rigen sobre puntales cuyas bases están corroídas por carcomas y moho, y que esas voces están desentonadas y difieren de las voces de Dios.

Quieren ser cultos y superhombres, y toman el primer alimento que ven. Y los ídolos tienen pomposas vestiduras y prometen deidad para todos. Es la voz de la Serpiente: “Comed este fruto y seréis semejantes a Dios”. Y éstos, en su ignorancia, comen.

Uno es el fruto que os convierte en dioses, oh hombres. El que pende de mi Cruz.

Uno es el que dice a vuestras mentes: “Effetá”. Cristo.

Uno es quien fecunda el místico suelo de vuestro corazón para que nazca la semilla. Mi Sangre.

Uno es el sol que calienta y hace crecer en vosotros la espiga de vida eterna. El Amor.

Una es la ciencia que como arado abre y prepara vuestro terreno y lo dispone para recibir la semilla. Mi Ciencia.

Uno es el Maestro: Yo, Cristo. Venid a Mí si queréis ser instruidos en la Verdad.

La cuarta categoría es la de los imprudentes. Son caminos abiertos por los que pasa de todo. No se rodean con un santo muro de fe y de fidelidad a su Dios. Acogen la Palabra con mucha alegría, se abren para recibirla, pero se abren también para recibir cualquier doctrina con el engañoso pretexto de que hay que ser condescendientes.

Sí. Muy condescendientes con los hermanos. No despreciar a nadie. Pero rígidos con las cosas de Dios. Orad por los hermanos, instruidles, perdonadles, defendedles de sí mismos con un verdadero amor sobrenatural. Pero no os hagáis cómplices de sus errores. Permaneced roca contra el desmoronamiento de las doctrinas humanas. No pasa nada sin dejar una huella. Y es una gran imprudencia el poner una espada contra el corazón. Podría quitaros la vida o haceros heridas que se curan malamente y siempre dejan cicatriz.

Bienaventurados los que sólo son terreno de Dios y permanecen tales porque vigilan continuamente. Bienaventurados los que, llanos como terrones apenas removidos, no tienen piedras para los hermanos ni guijarros para la Palabra.

El amor les hace almas adoradoras de la Palabra y almas piadosas hacia quienes se han desviado lejos de la Palabra. Pero el amor es su defensa más hermosa y ninguna obra de mal puede lesionar su espíritu en el que la Palabra de la Vida crece como una gruesa espiga. Tanto más os crece, dando fruto, uno treinta, otro cincuenta, otro ciento, cuanto más intenso es el amor en ellos.

A quien lo posee en modo absoluto la Palabra se hace su misma palabra, porque no son más ellos, sino que están unidos con Dios, su amor”.

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