PortadaActualizado el domingo 6/JUL/14

Encíclica "Miserentissimus Redemptor"

La expiación o reparación

 

5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos, hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación.

Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.

Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo.

Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración, ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.

Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira» (Ef 2, 3).

En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para aplacar su justicia.

 (Encíclica “Miserentissimus Redemptor”) 

Comentario: 

No sea cosa que los salvajes nos aventajen en el culto a Dios, porque ellos instintivamente sabían que a Dios hay que aplacarlo con sacrificios, y si bien erraban en la forma, al menos tenían esa delicada conciencia de que el hombre es de naturaleza caída, y por sus pecados debe reparar y ofrecer sacrificios a la Divinidad.

Eso es lo que quiere el Sagrado Corazón de Jesús de nosotros los hombres: sacrificios. Pero a no entender mal, pues no se trata de sacrificios humanos ni de inmolar a nuestras criaturas, sino de hacer pequeños sacrificios renunciando a cosas que nos gustan y de las cuales podemos privarnos, para equilibrar la balanza de la divina justicia.

Estamos a tiempo todavía porque la hora tremenda de la Justicia de Dios no ha sonado aún. Por eso es tan necesario que reparemos las ofensas que día a día son inferidas al Sagrado Corazón de Jesús, en especial las que son hechas contra el Sacramento del Amor: la Eucaristía.

Y la mejor reparación que podemos hacer es darle amor al Señor, y todos los sacrificios que hagamos, siempre hacerlos con amor, porque eso es lo que vale a los ojos de Dios, y el amor es lo único que puede retrasar y aún aplazar los castigos tantas veces decretados contra la humanidad culpable.

Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío.

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