PORTADA

Introducción
Santa Gertrudis
San Juan Eudes
Santa Margarita María de Alacoque
P. Bernardo de Hoyos
P. Agustín de Cardaveraz
María del Divino Corazón
Benigna Consolata Ferrero
San Juan Evangelista
La herida del costado
El Reino del Corazón de Jesús
Importancia de la Consagración
Consagración
Virtudes
Promesas
Nueve Primeros Viernes
Confianza
El Corazón de Jesús al mundo
GRUPO:
Apóstoles del Sacratísimo Corazón

PortadaVirtudes

EL OLVIDO DE SI MISMO 

Un núcleo 

            Hemos ido especificando en las páginas pasadas las cosas capitales, cuyo ofrecimiento constituye la primera parte de la consagración personal. 

            Pero lo importante aquí no está en la materialidad de la oferta, que en sí no parece incluir notable dificultad, sino en un cierto espíritu, en unas cuantas ideas y sentimientos que a manera de atmósfera la bañan y la penetran, constituyendo su nervio y finalidad, ya que a la consecución de este espíritu va ordenada toda aquella batería de ofrecimientos diversos. Y ese núcleo o meollo, ¿en qué consiste? En dos o tres principios muy trabados entre sí y que en todas las grandes almas del Corazón de Jesús, sobre todo, en Santa Margarita y en aquel grupo de apóstoles que bullían en torno suyo, aparecen de continuo, y que pueden compendiarse en esta frase: o Rv/do absoluto de el mismo y de todo interés propio, pero abandonado que seguro en manos del Sagrado Corazón. Como éste es uno de los grandes ejes, en torno de los cuales gira esta máquina admirable, parece muy necesario ilustrarlo y comprobarlo con bastantes documentos. Su lectura y meditación nos podrá servir también para ir empapando más y más la mente y el corazón en estas ideas y sentimientos. 

A) TESTIMONIOS 

B. La Colombière 

            En su fórmula de consagración, que fue también la que autorizaron con su práctica los Padres Cardaveraz, Hoyos, Loyola, Calatayud y demás primeros apóstoles del Corazón de Jesús en España, aparece bien claro el olvido de sí propio: 

            «Me entrego enteramente a Vos - dice al principio - y desde este momento protesto sinceramente, como creo, que ansío olvidarme de mí mismo y de todo lo que pueda tener relación conmigo, para quitar el obstáculo que podría impedirme la entrada en ese Divino Corazón, que habéis tenido la bondad de abrirme, y donde deseo entrar para vivir y morir en Él con vuestros más fieles servidores...» Y al terminar vuelve de nuevo a la misma idea: «Sagrado Corazón de Jesús, enseñadme el perfecto olvido de mi mismo; enseñadme lo que debo hacer para llegar a la pureza de vuestro amor, cuyo deseo me habéis inspirado». 

            En carta a la M. de Saumaise escribe: 

            «Esté V. siempre en el Corazón de Jesucristo con todos aquellos que se han olvidado enteramente de sí mismos, y que no sueñan más que en amar y en glorificar a Aquél que merece El solo todo amor y toda gloria». 

            Escribe a una religiosa inglesa y termina así su carta: 

            «¡Adiós, mi muy amada Hermana en el Corazón de Jesucristo! Pido a Nuestro Señor que le dé su paz y su amor, y que la despegue de tal modo de sí misma, que no se ocupe V. más que de Él solo, sin pensar si todavía existe V. en el mundo». 

            No se puede decir la idea con frase más decidida. A un hermano suyo, Contador mayor de Grenoble, y primogénito de la familia, dice que su otro hermano no le escribe, y añade: 

            «Con el designio que tiene de ser todo para Dios estoy encantado de ser yo el primero a quien olvida. Suplico a Nuestro Señor que le conceda la gracia de olvidar todo, hasta a sí mismo». 

            «Cuando se ha empezado a gustar de Dios, como hace él, queda en el corazón poco sitio para las criaturas, y menos queda aún en la memoria. Todo está ocupado, porque Él es quien llena todo. Yo deseo, mi queridísimo hermano, que tengáis parecidos sentimientos en medio de los negocios que os ha encargado la Providencia», Aun a hombres de negocios proponía tal doctrina. 

            Escribe también a cierta persona del mundo una carta muy larga, y termina así: 

            «Adiós, Señorita: haga V. de manera que su amor para con Dios sea más puro cada día; no omita V. nada para lograr olvidarse de sí misma enteramente; preocúpese V. de Dios, y confíele el cuidado de sus asuntos». 

            «Me voy haciendo viejo - dice en otra carta con una humildad profunda - y estoy infinitamente lejos de la perfección propia de mi estado; no puedo llegar a este olvido de mi mismo, que me ha de dar entrada en el Corazón de Jesucristo, del cual, por consiguiente, estoy bien lejos. Veo que, si Dios no tiene piedad de mí, moriré muy imperfecto. Sería para mí de gran dulzura si al fin, después de tanto tiempo pasado en la religión, pudiese descubrir por qué medio podría adquirir entero olvido de mí. «En su última me cuenta V. una especie de visión, en que el demonio le había representado sus infinitos pecados, de los cuales, sin embargo, ninguno en particular veía y me indica V. haber sospechado entonces no fuese ello efecto de ceguedad e insensibilidad interior. Yo más bien creo ser la causa que Dios quiere que V. se abandone enteramente a su misericordia infinita, y que no se entremeta más en todo lo que le toca». 

Santa Margarita 

            Por lo que a ella se refiere, ciertamente esta idea es una de las que tenía más impresas en su mente y más inculcaba a los demás. 

            Así, escribiendo al P. Croiset, dice: «Y todos esos impulsos, que el ardor de su amor hace sentir a V., son, como creo, disposiciones para el cumplimiento de los designios que tiene sobre y, en los cuales le pido encarecidamente por este mismo amor persevere con fiel correspondencia, mediante un perfecto abandono de sí mismo y de todo interés propio. Nada de mirar a sí, ni acordarse de sí mismo, a fin de dejarle hacer en V. y por V. según sus deseos, los cuales le serán dados a conocer en el tiempo que Él tiene escogido». 

            En la carta siguiente vuelve a recordarle lo mismo, al animarle a trabajar por el Corazón Divino. 

            «Él sostendrá a V. y no dejará que le falte ningún medio necesario para ello, con tal que, con un perfecto olvido y desconfianza de sí, y con humilde y amoros a confianza en su bondad, espere todo de El». 

La misma doctrina inculca a la M. de Saumaise en muchas cartas. «Mas por lo que se refiere a las gracias y dones que recibo de su bondad - le dice en una - confieso a V. que son muy grandes, pero el Dador vale más que todos sus dones. Mi corazón no puede amar ni apegarse sino a Él solo. Todo lo demás es nada para mí, y no sirve frecuentemente sino para impedir la pureza del amor y establecer una separación entre el alma y su Amado, el cual quiere que se le ame sin mezcla y sin interés». 

            Ya vimos cómo ideas parecidas enseñaba a la ferviente Hª. Joly, cuando ésta le escribía preocupada de que, por pensar en los intereses del Corazón de Jesús, se olvidaba de sí propia: «¡Oh dichoso olvido que proporcionará a V. un eterno recuerdo de este amable Corazón, quien, según espero, no se olvidará de V. ni de lo que por Él hace...! No tema V. olvidarse de sí, puesto que la verdadera disposición que Él demanda de aquellos que se emplean en esto, es precisamente ese olvido de todo interés propio». 

            En las cartas escritas a la Hª. de la Barge indudablemente es donde la Santa trata mejor este punto; once son las que se conservan, y en todas, si se exceptúa la 58 que solo tiene 6 u 8 líneas, le inculca el olvido de sí misma. 

            En la carta 78 va diciéndole que reciba y aproveche las humillaciones que el Señor quiera enviarle: 

            «Sin entretenerse - añade - a dar vueltas en torno de sí misma, pues me parece que esto le desagrada. Debe bastar a y. el haberle dejado todo el cuidado de sí propia, pues a medida que se olvide V. de sí Él tomará un cuidado muy particular de perfeccionarla, purificarla y santificarla; mas la demasiada reflexión acerca de sí estorba la realización de sus designios sobre nosotros. Olvido y silencio, pues, respecto de nosotros mismos y de todo cuanto a nosotros se refiere». 

            «Por el excesivo cuidado de sí misma impide V. el que desearla Él tener para hacerle adelantar, sin que se diese cuenta, en un mes más de lo que pudiera hacerlo V. por la manera ordinaria». «Frecuentemente por querer hacer demasiado lo echamos todo a perder, y le obligamos a que nos deje hacer y se retire disgustado». «Yo creo que Él quiere desterrar del corazón de V. a las criaturas, y después a sí misma». « ¡Si se pudiera comprender cuanto adelantan las almas, llamadas a esta perfecta desnudez y abandono de sí mismas, cuando son fieles en corresponder...!». 

María del Divino Corazón 

            Para que no se crea que esa manera de hablar es propia solamente de aquel grupo antiguo de Santa Margarita, obsérvese cómo se expresa esta apóstol del Corazón de Jesús, contemporánea nuestra.

            En una página de su diario se encuentran estas expresivas frases: 

            «Dios, todo bondad, exige de mí que desde ahora no me ocupe más de mí misma. No debo pensar más ni en lo que deseo, ni en lo que espero, ni en lo que quiero, ni en lo que temo, ni en lo que sufro, ni en todo lo que el amor propio me inspira; mas pensar en los intereses del Corazón de Jesús, compenetrarme de sus disposiciones y de sus designios, someterme enteramente a su dirección, a su providencia y a su amor. Sólo así tendré paz y conseguiré unirme con Dios». 

            Y en una serie de prácticas que pretendía observar para el mes de Junio de 1890 dice: 

            «5º, (Es la última). No ocuparme del mí misma voluntariamente; desechar inmediatamente todo pensamiento que viene del amor propio, en orden a lo que deseo, temo, espero, sufro; entrar completamente en las intenciones y disposiciones del Divino Corazón para no pensar sino en sus intereses, para entregarme a su amor». 

            Hasta ahora te has buscado todavía a ti misma; en adelante mírate como cero (comme zéro); Yo quisiera ser el todo para ti. 

            «Uno de mis principales recursos después de la oración y la sagrada Comunión, es el ejercicio del amor de Dios. Me es más fácil sacrificarme y sufrir por amor puro y desinteresado, que por la idea del acrecentamiento de mi felicidad en el cielo. Como somos seres finitos, este pensamiento solo (el de la propia felicidad) no da el ardor necesario para perseverar inquebrantablemente en el sufrimiento sin consuelo y sin alivio. Únicamente la extensión ilimitada del puro amor de Dios, de nuestro soberano y único Bien, bien infinito, puede sosegar el alma y hacerla capaz de todo. No sé si pienso bien, o si hablo de modo ininteligible». 

Benigna Consolata 

            Es magnífico para nuestro propósito el testimonio que sigue: 

            «¿Quién es el que debe pretender salvar las almas sino una Esposa de Jesús? - decía un día Este a su sierva-. Mas son pocas entre el número de esposas las que piensan con ardor en salvar almas; atienden más a su propia santificación individual, y no caen en la cuenta de que, ocupándose en santificar a los otros, se la procuran mejor a sí mismas. ¡Oh Benigna mía, qué difícil es vencer el egoísmo espiritual! Hay almas siempre ocupadas de sí mismas». 

            En este otro testimonio se insinúa el porqué de este olvido en el Corazón Divino:

«Valor, esposa mía, ten ánimo; estás siempre con tu Dios, si bien a veces no lo ves y no lo sientes. El sentido da certeza, pero disminuye la fe; al que quiero ejercitar con perfección en esta virtud le privo de esta prueba sensible. Se trata de creer y de creer sin comprender; así se sujeta la razón, así se alaba a Dios. 

            ¿Quieres darle placer? no escudriñes sus designios respecto a ti, déjate tratar como Él quiera y cuando El quiera. Dios para realizar sus designios no necesita usar de aquellos medios que los hombres creen oportunos e indispensables para obtener los mismos resultados». 

B) 1ª. SIGNIFICACIÓN: NO INQUIETARSE 

            Hemos visto cuánto hablan los confidentes del Corazón de Jesús acerca del olvido de sí mismo. 

            Vamos a hacer algunas observaciones sobre este punto, a fin de no falsear el pensamiento de aquéllos, ni caer en error alguno. 

            Ante todo, con aquellas expresiones pretenden significar una cosa enseñada por todos los ascetas del catolicismo, y de mucha utilidad en el camino de la perfección cristiana, o sea, que «bueno es el deseo de todas las virtudes - dice el popular asceta Alonso Rodríguez - y el andar suspirando por ellas y procurándolas, pero de tal manera hemos de desear siempre ser mejores y crecer e ir adelantando en la virtud, que tengamos paz si no llegamos a lo que deseamos, y que nos conformemos con la voluntad de Dios y nos contentemos con ella... Dice muy bien el P. M. Ávila: «No creo que ha habido santo en este mundo que no desease ser mejor de lo que era, mas esto no les quitaba la paz, porque no lo deseaban ellos por su propia codicia, que nunca dice harto hay, mas por Dios, con cuyo repartimiento estaban contentos aunque menos les diera, teniendo por verdadero amor el contentarse con lo que Él les da, más que el desear tener mucho, aunque diga el amor propio que es para más servir a Dios» (Tratado del Audi filia c. 23). Léase todo este capítulo del P. Alonso Rodríguez, que es muy substancioso. 

            Que ésta sea una de las cosas que quieren decir los amigos del Corazón de Jesús en los textos precedentes, lo habrá podido ver el lector; pues aquel: no perder la paz; el excesivo reflexionar acerca de sí mismo, el dar y tomar sobre sí propio, etc., prueban cuál sea su pensamiento. 

            Según eso, ya se ve cómo se ha de proceder en el asunto del Sagrado Corazón. Después de colocar en sus manos todo lo nuestro: el alma con sus negocios espirituales y eternos; el cuerpo, salud y vida; las otras cosas del mundo que nos atañen: familia, hacienda, ocupaciones, negocios, etc., hemos de procurar emplear todas nuestras diligencias con tanto empeño y esmero, como si únicamente de ellas dependiese el resultado; pero luego tornarnos al Corazón de Jesús y con una seguridad y confianza ilimitadas decirle: «Señor, hice buenamente lo que estaba de mi parte; lo demás, el éxito bueno o malo, ya te pertenece a Ti; haz como más te agradare; todo lo dejo en tus amorosas manos». Y luego quedarse en paz, combatiendo con firmeza y energía todo lo que sea inquietud. Entonces viene el olvido de sí mismo y el no andar dando y tomando sobre el caso, ni haciendo mil conjeturas sobre el porvenir, con tristezas, desalientos, murmuraciones de Dios, etc., etc. 

            Contra estas cosas tiene Santa Margarita expresiones muy enérgicas y con sobrada ratón, porque es natural que, después de hecha la consagración sincera, hayan de ser poco gratas al Corazón de Jesús, ya que es atacar directamente su fidelidad y su amor. Y téngase aquí presente aquella observación del P. Alonso Rodríguez, porque es muy atinada y muy práctica, a saber: que no hemos de perder la paz, aunque por nuestra flaqueza no pongamos, a veces, todas las diligencias debidas. 

            En ese caso, que será harto frecuente, pedir perdón de la falta, prometerle seria enmienda y rogarle humildemente que supla Él más todavía, pues al fin, algún bien se seguirá de este mal, cual es el de que la obra y la gloria será casi toda suya, ya que ni lo poco que debíamos aportar lo hemos puesto por entero; de este modo, con oración y humildad podemos suplir el defecto de cooperación debida. 

            Este principio de la cooperación y el abandono era muy familiar a aquel hombre de vastísimas empresas, San Ignacio de Loyola. El P. Ribadeneyra, que le trató íntimamente, dice de él: 

            «En las cosas del servicio de Nuestro Señor que emprendía, usaba de todos los medios humanos para salir con ellas, con tanto cuidado y eficacia, como si de ellos dependiera el buen suceso; y de tal manera confiaba en Dios y estaba pendiente de su divina providencia, como si todos los medios humanos que tomaba no fueran de algún efecto». 

            ¡Soberbio principio de acción interna y externa! Después de todo, no es sino una especie de paráfrasis de aquella sentencia de Cristo Nuestro Señor: 

            «Cuando hubiereis hecho todo cuanto se os había mandado decid: siervos inútiles somos». 

            Por lo dicho se ve cuán excelente y evangélico es este primer principio de la devoción al Corazón de Jesús. 

            Pero no es esto solo cuanto quieren significar con aquellas expresiones de: olvido absoluto de sí mismo y de todo interés propio aquellos grandes amigos del Sagrado Corazón; llevan además otra idea más importante, más profunda, de perfección más subida y que apunta a la raíz misma de las turbaciones y congojas de que hemos hablado antes. Como es punto importante y delicado, vamos a tratarlo con alguna detención. 

C) 2ª. SIGNIFICACIÓN: DESINTERÉS 

1º. La tradición 

            Es sabido que la Sagrada Escritura, los Santos Padres, los ascetas y los Santos exhortan frecuentemente a la caridad perfecta, a servir al Señor, no tanto por el miedo del infierno o la esperanza del premio, cuanto por amor desinteresado a El; porque, como la caridad es reina de las virtudes, obrar por este motivo es obrar por el motivo de más perfección que existe. 

            Ya el primer precepto del Decálogo: «Y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas», está respirando caridad. Bien conocido es el pasaje de S. Pablo en la epístola 1ª. a los de Corinto, en que hace aquel largo panegírico de la caridad, que está sobre todas las virtudes incluso las restantes teologales: «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad: estas tres cosas; empero la mayor de ellas es la caridad» (13,13). 

            A ella incita a todos los cristianos: «Sin embargo, procurad los mejores dones y todavía os muestro yo un camino el más excelente» (12,31). Este es el de la caridad, cuyas alabanzas enumera a continuación, terminando con estas palabras: «Andad tras la caridad» (14,1). 

San Gregorio Nacianceno 

            Porque de entre los que consiguen la salvación ya sé que hay tres clases, a saber: de siervos, de mercenarios y de hijos. Si eres siervo, teme los golpes; si mercenario, espera solamente el salario; pero si te levantas sobre éstos y eres hijo, reverencia a Dios como a padre. Date a las buenas obras porque es bueno obedecer a su padre, aunque de ello ninguna ganancia se hubiese de seguir. Complacer al padre, ello mismo es recompensa. 

            San Agustín, no obstante el encomio con que habla de la esperanza del premio, dice: 

            «El alma se dice mejor cuando se olvida de sí por el amor de Dios inmutable». «Hay que amar a Dios de tal modo que, si es posible, nos olvidemos de nosotros mismos». Olvídese el alma de sí, pero amando al artífice del mundo». Que todo mi corazón sea abrasado en la llama de vuestro amor; que nada en mí quede para mí, ni siquiera una mirada sobre mí (ne quo respiciam ad me ipsum). 

            Cualquiera diría que hablaba Santa Margarita. Lo mismo afirman los demás SS. Padres, sobre todo los griegos, como San Basilio, San Gregorio Niseno, etc., etc. 

            Los latinos no distinguen bien, a veces, el amor de caridad, que es puro y desinteresado, del amor de esperanza, que no lo es. Los teólogos en cambio lo distinguen muy bien y se expresan como los Padres antiguos. «El alma delicada casi abomina (quasi abominatur) amar a Dios por modo de interés o de premio», escribe San Alberto Magno con expresión algo fuerte. Y Santo Tomás dice que el alma por el amor de caridad ponitur extra se, sale fuera de sí misma; lo cual acaece de dos maneras: una de parte del entendimiento, «en cuanto el amor -dice el Santo- hace meditar en el amado, como se ha dicho, y la meditación intensa acerca de una cosa abstrae de las otras. La otra manera es de parte de la voluntad, o, en general, de la facultad apetitiva: «en cuanto que -como dice el mismo Santo- el afecto de uno sale simplemente fuera de sí, porque quiere el bien para el amigo y obra ese bien, y como que tiene cuidado y providencia de él, por el mismo amigo». 

            Hemos insinuado estas ideas de Santo Tomás, porque explican muchas expresiones de los confidentes del Corazón de Jesús. 

            De los Santos, ascetas y místicos, ocioso es decir que todos ellos, antiguos y modernos, espolean a las almas a tender cada vez más a la caridad perfecta, como saben cuantos han leído un poco tales materias. 

2º. LA EXAGERACIÓN 

            Como apenas hay doctrina católica que no haya sido exagerada por la herejía o el error, era natural que también lo fuese ésta. 

            Concretándonos a los tiempos modernos, el primero que pasó la raya fue el Protestantismo, afirmando que todo acto hecho por esperanza del premio era pecado; proposición condenada como herética por el Concilio de Trento. 

            Después vino el Jansenismo exagerando también la doctrina tradicional. Los protestantes decían que todo acto realizado por el deseo de la felicidad en el cielo era vicioso; Jansenio lo mitigó, añadiendo que el tal acto era pecado, si se hacía solamente por la esperanza de la bienaventuranza eterna, pero que no lo seria si se hiciese por la esperanza del cielo, mas considerando a éste, no en cuanto bien personal, sino en cuanto medio supremo de glorificar a Dios. 

            Esto era sostener sencillamente que desear la gloria eterna era un acto pecaminoso, si no se hacía por amor puro de Dios. Daba un rodeo para venir a decir lo mismo que los protestantes. Rigorismo semejante fue proscrito por el Papa Clemente VIII. 

            Los quietistas y semiquietistas no van tan lejos en esta parte, pero continúan el camino de las exageraciones. En el sistema seudomístico de Molinos y demás, el punto del amor puro de Dios no entra como principio, sino como consecuencia; el principio básico de su sistema y la finalidad que en él va buscando siempre es la aniquilación completa de toda la actividad de las facultades humanas, con el fin de que Dios sea el único que opere; el cual tanto menos puede actuar, cuanto más obrare el hombre. Como consecuencia: «No debe el alma -dice la prop. 7ª condenada- pensar, ni en el premio, ni en el castigo, ni en el paraíso, ni en el infierno, ni en la muerte, ni en la eternidad». En rigor no debe pensar en nada. 

            No extreman tanto las cosas los semiquietistas, pero todavía van más allá de la verdad y caen en el campo del error. ¿En qué consistió éste? No consistió en afirmar que el acto de caridad sea aquel en que el alma ama puramente a Dios sin mezcla ninguna de interés propio, pues esta afirmación no solamente no es falsa, sino que es la doctrina verdadera. Y en este punto Bossuet, en sus disputas con Fenelón, no parece que siempre tuviese ideas muy claras, como no las tienen algunos que hablan acerca de estas materias. Tampoco estuvo el error en suponer que puedan darse, y se den en este mundo, actos de caridad semejantes, con más o menos frecuencia, según los grados de perfección en que esté el hombre; porque suposición tal es la de la tradición y los santos. Tampoco, en fin, consistió en exhortar a las almas a frecuentar más y más el ejercicio de caridad pura y desinteresada, pues a ello han exhortado siempre la Escritura, la Tradición y la Iglesia, según vimos más arriba. El error estuvo, como escribía muy bien el teólogo Antonio Mayr, S. L., a raíz de la condenación del semiquietismo: «no en que proponía un amor de pura caridad sin mezcla alguna de motivo de interés propio, sin ninguna reflexión sobre el interés del que ama, no; jamás ha sido reprobado el acto purísimo de amor para con Dios, tan familiar a las almas santas: lo que ha sido condenado es únicamente que exista un estado habitual y permanente, en el cual el alma piadosa elimine todos los actos que miren al interés propio y, por consiguiente, todos los actos de esperanza. Esto se desprende del tenor mismo de la proposición y del testimonio de los consultores de la causa».  

            La causa de condenar semejante proposición es muy clara. En efecto, la fe, la esperanza y la caridad son de necessitate medii y de precepto divino, y, por consiguiente, obligan a todo el mundo y en todos los estados de vida espiritual; de donde admitir un estado habitual y permanente, del cual quede definitivamente excluida cualquiera de estas tres virtudes teologales, y. gr.: la esperanza, seria admitir un grado de perfección del que yace eliminado definitivamente el cumplimiento de un mandamiento de Dios, negativo y positivo, y un medio absolutamente necesario para la salvación, cosa enteramente absurda.

3º. EL JUSTO MEDIO 

¿Por qué? 

            Decíamos que la esperanza, lo propio que la fe y la caridad, es de precepto divino; y no puede negarse que con un conocimiento perfectísimo de nuestra naturaleza impuso el Creador este deber a todos sin excepción. El hombre es un compuesto de ángel y de jumento, y hasta la hora de la muerte llevará ambos componentes; la vida espiritual es larga, y a veces muy monótona y pesada; las luchas y tentaciones frecuentes, y en no raras ocasiones muy reñidas; aun los grandes santos, y más ellos que ningunos, pasan por períodos secos, como las arenas de un desierto; acaecen en la vida sucesos, se ve el corazón humano en trances que, no sólo para no abandonar la vía de la perfección, pero aun para guardar simplemente los mandamientos divinos será preciso echar mano de cielo, infierno y eternidad y quizá todo sea poco. Por eso San Ignacio de Loyola, aquel hombre de la caridad divina, al llegar a la meditación del infierno propone la siguiente petición: «Pedir interno sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que, si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en pecado». Estas son, tal vez, las razones del precepto universal de la esperanza. 

Otro extremo 

            Los hombres no acertamos casi nunca a andar por el medio del camino; de ordinario avanzamos en zig-zag, dando de un extremo en otro. Así, con motivo de la condenación del semiquietismo, comenzaron a aparecer escritores y aun teólogos que, o falseaban la virtud de la caridad convirtiéndola en amor interesado, o hacían sus actos poco menos que imposibles, tachando por tanto de quijotesca la ascética que tendiese al amor desinteresado de Cristo Nuestro Señor, o dejando escapar como al descuido ciertas frases, v.gr.: «amor puro, carne pura», etc., que naturalmente no habían de producir muy buen efecto en los fieles. Sin duda estas maneras de hablar han dado algún fundamento a una acusación muy difundida entre filósofos, escritores de mística en el campo heterodoxo, y, sobre todo, personas tocadas de teosofismo, de que la ascética y la mística católicas son muy inferiores en elevación a otras, a causa del «egoísmo de ultratumba» de que, según ellos dicen, están completamente impregnadas. Cierto, que si se compara el modo de hablar de algunos teósofos con el que a las veces usa tal cual escritor católico, se pensaría quizá que la acusación no carece de verdad; pero una cosa es la manera como se expresó este o aquel individuo, y otra la doctrina tradicional de la Iglesia. 

            Es verdad que la esperanza es de precepto divino, pero también es de precepto divino la caridad. Además no hay que exagerar lo del precepto divino de la esperanza, porque, poniendo las cosas en su punto, ¿a qué obliga? Incluye dos obligaciones: una negativa, o sea, prohibición de acciones contrarias a esa virtud, como son la desesperación con que el hombre desconfía por completo de salvarse, y la presunción con que espera alcanzar la vida eterna sin poner los medios que Dios ha ordenado para ello; ya se ve cuán razonable es la prohibición de ambas cosas. La otra parte es positiva, o sea, que prescribe hacer actos de esperanza, como medio necesario para la salud eterna. El precepto de ellos obliga a hacer un acto al principio, luego que se ha conocido el objeto o verdades de la fe, y después en la vida prescribe que se hagan algunos más. Estos no es preciso sean explícitos, pues los implícitos bastan, es decir, todas aquellas acciones virtuosas que, aunque sean de otra virtud, llevan incluida en sí mismas la esperanza de ir al cielo, acciones que los fieles efectúan a cada paso. 

            Además, cuando el hombre ha sucumbido a la desesperación; cuando alguna tentación no pueda vencer - se de otra manera que recurriendo a los premios de la gloria; cuando urge algún precepto cuyo cumplimiento supone en si la esperanza, ya se ve que en tales casos es preciso ejercitarla. 

            La doctrina católica, por lo tanto, no es lo que los adversarios imaginan; pues, exceptuando los extremos erróneos y perniciosos, la tendencia tradicional de la Iglesia ha sido siempre impulsar más y más a lo mejor, o sea, a servir a Cristo Nuestro Señor por caridad o amor desinteresado.

4º. EN ESTA DEVOCIÓN 

            Esa aspiración profunda del cristianismo se refleja en la devoción al Corazón de Jesús con líneas sumamente vigorosas. ¿Recuerda el lector aquella serie de textos en que con frases tan expresivas nos hablaban los amigos del Sagrado Corazón acerca del olvido de sí mismo y de todo interés propio? Aquí tiene el principal significado de ellas: espolear más y más a la caridad perfecta, pero sin ninguno de los extremos erróneos poco antes enumerados. 

Nada de quietismo 

            Dos son los capítulos por los que a primera vista pudiera ofrecer algún recelo la doctrina expuesta por los grandes confidentes del Corazón de Jesús; el primero lo forman las ideas y expresiones de confianza y abandono en manos de ese Corazón Divino, fiados en que El arreglará nuestras cosas, ideas con que fácilmente podría venir a parar alguno en cierto descuido de la propia perfección, en una ascética de mera pasividad, inepta para domar las pasiones y poner en movimiento el espíritu. Sin embargo, nada más ajeno de la realidad que esto; pocos caminos habrá de tanta actividad interior y exterior como el de la devoción al Corazón de Jesús. La misma idea fundamental de la consagración: «ocúpate de Mí y de mis cosas, que Yo me ocuparé de ti y de las tuyas». «Él se encargará de santificarnos..., en la medida en que nosotros - nos encarguemos de acrecentar su reinado», a simple vista aparece que es idea esencialmente dinámica o de plena actividad. Por otra parte, léase la vida de Santa Margarita, sus cartas y, sobre todo, sus avisos e instrucciones; léanse los escritos del P. La Colombière, Hoyos, etc., etc., - como en parte iremos viendo - y se notará cómo hablan del vencimiento, modificación, cruz, observancia regular en las cosas más pequeñas y de todas las virtudes. No insistimos más por ahora en este punto, porque a cualquiera que leyere la segunda parte de la consagración, que desarrollaremos en breve, no pensamos le pasará por las mientes tachar de sistema estático a la devoción del Corazón de Jesús. 

            Pero entonces - se dirá - ¿cómo esto se compagina con el olvido de sí, aun en lo espiritual y eterno, que tanto nos inculcaron arriba? De manera muy sencilla. 

Dos aspectos de lo nuestro 

            Nuestra santificación en este mundo y nuestro grado de gloria en el cielo pueden ser considerados bajo dos aspectos; uno en cuanto son bien nuestro, y otro en cuanto son gusto y felicidad del Corazón de Jesús y medios eficacísimos de acrecentar su reinado. Ahora bien, buscar nuestra santificación por este segundo aspecto, no solamente no lo prohíbe la consagración, sino todo lo contrario: manda desearla, anhelarla, procurarla con todas nuestras energías vitales; porque cuanto más adelantemos aquí, más gloria procuraremos al Divino Corazón; pero el aspecto de nuestro bien personal, del bien de este yo, que en todo va buscando su interés, y todo quiere convertirlo a sí, ése, según la consagración, hay que abandonarlo ciegamente en las manos del Corazón de Jesús.

            Esto que acabamos de decir, tocante a los asuntos del alma, se ha de aplicar de igual modo a nuestros deberes, negocios, cosas y personas de este mundo. Todo esto tiene asimismo dos visos: el de nuestro bien individual, honra, comodidad, satisfacción de los afectos naturales de nuestro corazón de carne; y el aspecto del agrado del Corazón de Jesús, cumplimiento de su santa voluntad, mayor contribución de un modo o de otro a su reinado en la tierra. Así, por ejemplo, un padre o una madre de familia, al trabajar y afanarse por la crianza, educación y porvenir de sus hijos, puede hacerlo espoleado por dos móviles: uno el amor natural que los padres tienen a sus propios hijos, sin levantar su corazón y sus miras más arriba; otro el cumplir una obligación impuesta por ley divina, y, por consiguiente, hacer una obra virtuosa, que, ofrecida por el reino del Corazón de Jesús, será acto de apostolado. El primer móvil es un poco egoísta, porque, como los hijos son carne y hueso de los padres, amarlos puramente por afecto natural es amar algo que es como una parte suya, es amar una continuación de sí mismo. El otro móvil o aspecto es de amor desinteresado al Divino Corazón. Pues bien, tocante al primero: a lo nuestro en cuanto nuestro, abandono absoluto en su providencia amorosa, y olvido tranquilo en ella. Respecto al segundo: esmerarse y trabajar con la mayor diligencia, sabiendo que ello será apostolado del Corazón de Jesús. Lo mismo puede decirse de nuestras faltas, miserias, tibiezas y demás de la vía espiritual, también tienen sus dos visos: el de ser mal nuestro, humillación propia, empobrecimiento personal, y el de ser ofensas del Sagrado Corazón, estorbos para su reinado, perjuicios para su causa por el mal ejemplo que damos a los demás, etc., etc. Esta consideración ha de ser lo que, sobre todo, nos debe llegar al alma, para sentir hondamente nuestras culpas y defectos, y tomar todos los medios posibles para evitarlas. 

            Así que se pueden juntar muy bien gran olvido de sí mismo, y sumo cuidado de la santificación personal y de todo lo demás que nos atañe. No es sino la práctica del amor puro y desinteresado, o sea, de la caridad, de que hemos venido hablando, pero dirigiéndola al Corazón de Jesús, a su reinado en la tierra, es decir: a amarle con amor práctico, que consiste en desearle y procurarle el bien que le falta en cierto modo y que nosotros podemos en parte darle. 

Nada de semiquietismo 

            La devoción, pues, al Corazón de Jesús y su práctica perfecta tienden vigorosamente a la caridad o amor desinteresado, como debe tender todo cristiano que aspire a la perfección, pero dista mucho de caer en la exageración semiquietista, de querer eliminar de la perfección por completo la esperanza. Y ¿qué digo eliminarla? Difícilmente se hallará sistema de perfección que esté tan embalsamado de esta virtud. En efecto, la idea fundamental de la consagración se halla cifrada en aquel: «Cuida tú de mi honra y de mis cosas, que mi Corazón cuidará de ti y de las tuyas»; «Él se encargará de santificarnos y hacernos grandes delante de su Padre en el cielo, en la medida en que nosotros nos encarguemos de acrecentar el reinado de su amor en los corazones». 

            Ahora bien, este principio no solamente no rechaza la esperanza, sino que se halla cimentado sobre ella, y no en un grado vulgar, sino en grado superior: en esperanza que más bien sea confianza, la cual es una esperanza firme, segura, robusta: «spes roborata», como Santo Tomás la define. Y si la confianza se quita, el olvido de sí mismo cae por tierra: «me olvido y despreocupo de lo mío y de mí mismo, porque sé que otro se está preocupando de ello», es la tendencia de este acto; en el cual, como se ve, el olvido de sí mismo está en proporción directa de la confianza; y si por un imposible alguien pudiese arribar en este mundo al desinterés y olvido propio absolutos, sería por haber llegado también a la confianza absoluta en el Corazón Divino, o lo que es igual, a la suma perfección de la esperanza cristiana. Por este camino, pues, no vacile el corazón generoso en lanzarse a toda máquina al olvido de sí mismo, porque adelantar aquí es crecer en confianza; y crecer en la flor de la esperanza es alejarse más y más del vicioso extremo semiquietista. 

            Difícilmente se podría imaginar sistema más a propósito para empujar a las almas fuertemente hacia el amor puro y desinteresado, sin peligro de parar en exageraciones erróneas. Y como Dios va enviando medicinas a su Iglesia según las nuevas enfermedades, quizá hubiese algo de providencial en aparecer el Corazón de Jesús a Santa Margarita en la época del quietismo y semiquietismo, como remedio admirable, que, por una parte llenase los anhelos hacia la caridad perfectísima, que desde entonces acá han agitado las almas con más insistencia que en épocas precedentes, y, por otra, las desviase de los falsos derroteros por donde algunas de ellas empezaban a extraviarse. ¡Qué diferencia entre el amor del jansenismo y quietismo, puro y desinteresado, es verdad, mas frío y seco como el cierzo, y el que inspira la devoción al Corazón de Jesús, tan suave y tan perfumado de ese aroma de azahar de la confianza tranquila! 

APÉNDICE 

 El amor de la propia abyección 

            Con el olvido de sí juntan frecuentemente los amigos del Corazón de Jesús, sobre todo Santa Margarita, una idea parecida: el amor de nuestra propia abyección. 

            No es solamente convencerse de su pequeñez, debilidad y miseria, sino amarlas, abrazar - se con ellas, abismarse en ellas, y en ese abismo gozarse y saborearse, sin querer salir jamás. 

            No se puede negar que es éste un modo radical, pero a la vez excelente, de enfocar esta cuestión: modo que después ha sido tan familiar a la virgen de Lisieux. Como tal virtud es tan saliente en Santa Margarita y demás amigos del Divino Corazón, puede afirmarse, a nuestro juicio, ser éste un efecto peculiar que esta santa devoción produce en las almas que con decisión la abrazan, y que a la par arguye la excelencia de la causa que produce tan estimables efectos; porque como dice muy bien Santa Margarita: «¡Dios mío, que gran tesoro es, mi queridísima Hermana, el amor a la bajeza y a nuestra propia abyección!». Léanse sus cartas a la Hª. de La Barge, y se verá cuántas veces y con qué elogio y cariño habla de esta difícil disposición del espíritu. 

            Tal virtud aparece varias veces como sinónimo de la humildad de corazón. La razón es clara: porque si soberbia es el amor desordenado de la propia excelencia, el amor a nuestra bajeza, que es lo diametralmente opuesto, será humildad; y como se trata de una abyección que se ama, será, por consiguiente, humildad de corazón. Sin duda, en este sentido dice Santa Margarita de este abismarse en su nada: 

            «En fin, está dicho todo con decir que es la virtud del Sagrado Corazón de Jesús».

            «Estoy muy contenta - escribía Santa Margarita - de que el Señor invite a V. a abandonarse toda a El como un niño entre los brazos de su buen Padre, que es todopoderoso para no dejarle perecer. Tome, pues, como dichas a V. estas palabras: «Si no os hiciereis como un niño pequeño no entraréis en el reino de los cielos». Yo creo que ello consiste en que se haga V. pequeña con la verdadera humildad de corazón y simplicidad de espíritu... La primera la mantendrá toda anonadada en un perfecto olvido y desprecio de si misma, recibiendo de buena voluntad, y como de la mano de su buen Padre, las humillaciones y contradicciones que le sobrevinieren». 

            Cuán propia sea esta virtud del Corazón de Jesús no es preciso recordarlo por ser demasiado claro. «Humildad, humildad, siempre humildad - repetía a Benigna Consolata el Corazón Divino - . Cuando hay humildad, doy; cuando encuentro más, doy más; y cuando veo que un alma no vive sino de humildad, no desea más que humillaciones, ese alma me atrae como un imán». 

            «La humildad es como un microscopio espiritual; cuanto más se humilla el alma más fina es la lente y más hace ver... Un alma fiel en humillarse y que jamás rehúsa ningún acto de humildad interior ni exterior es un alma que me roba el Corazón. 

            Por eso ha de ser una virtud muy querida de toda alma consagrada.

            Una de las razones que dan para amar las cruces, y sufrimientos, sobre todo humillaciones, es porque dicen que son «otras tantas escaleras para hacer (a uno) descender al abismo de su nada». 

            La mansedumbre aparece también muchas veces incluida en este grupo. Es virtud muy propia del Corazón de Jesús; ha de ser una de las predilectas de sus devotos y amigos; es fruto de los más hermosos de este camino interior, y ha sido recomendada en gran manera por todas la grandes almas que por él han dirigido sus pasos. 

            «Sea V. dulce - escribía Santa Margarita a una de sus novicias - si desea agradar al Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo, que no se complace sino en los mansos y humildes de corazón». 

            «Si desea y., mi muy amada Hermana, llegar a ser discípula e hija del Sagrado Corazón de Jesús, debe V. proceder conforme a sus santas máximas, y hacerse mansa y humilde como El; mansa para sobrellevar los disgustillos, mal humor, y tristezas del prójimo, sin enojarse por las contradicciones que le proporcione, sino al contrario, haciéndole de todo corazón los servicios que pudiere, porque éste es un gran medio de conquistarse la gracia del Sagrado Corazón. Es necesario ser mansa para no inquietar - se ni turbarse, no solamente por los acontecimientos contrarios a sus inclinaciones, sino aun por las mismas faltas». 

            «Huya y. la precipitación y procure formar su interior y su exterior según el modelo de la humilde mansedumbre del Corazón amoroso de Jesús, haciendo cada una de sus acciones con la misma tranquilidad que si no tuviese que hacer sino aquello». «Toda la perfección - dice el P. Hoyos - me la descubre cierta interior luz, colocada en la santa libertad de espíritu y en la dulzura y humildad de corazón; en una palabra, en ser perfecta copia de aquella doctrina: aprended de Mí que soy manso y humilde de Corazón». «Nada me admira - escribía el P. Loyola – de cuanto me refieren de la dulzura y mansedumbre de corazón de Bernardo», y, hablando el mismo Padre Hoyos de su modo de proceder en el confesonario, dice: «La dulzura y suavidad predominan en mi tribunal; aun me ha venido, tal vez, escrúpulo de no reprender bastantemente el pecado por ponderar la grandeza de la misericordia». 

            «Benigna, - decía el Corazón de Jesús a Sor B. Consolata - la caridad es ya dulce, pero la suavidad de la caridad es mucho más. Que tus palabras sean un perfume de suavidad. Quiero que seas en el Monasterio lo que es el perfume en una flor, cuyo aroma aun en la oscuridad se siente. Yo te tendré en la oscuridad para tenerte segura, pero tú, Benigna, no desistas de tu misión de traerme corazones con tu suavidad». 

            La mansedumbre, además, entra en el grupo de virtudes que en la Sagrada Escritura se ofrecen como muy propias del reinado del Mesías, y. gr.: Salmo 36, 75, 149; Isaías 11, Sofonías, etc.; y es notable las veces que repiten la idea de que los mansos heredarán la tierra. Así, p. ej., el Salmo 36 dice: «Pero los mansos heredarán la tierra y se recrearán con abundancia de paz» (v. 11). Varios pasajes emplean otras expresiones, pero con la misma idea, A la luz de estos testimonios aparecen como un eco de los antiguos oráculos las palabras con que el divino Redentor expresó la segunda de las ocho Bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra» (Mat. 5,6).

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