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Confío en Tu Misericordia 

Peor que el pecado. 

Hay algo que es peor que el pecado, y es desconfiar de la Misericordia de Dios después de haberlo cometido.

Esto sucedió también a Adán y Eva que tuvieron miedo de Dios después de pecar y se escondieron.

Así suele suceder al pecador, que después de pecar, tiene miedo de Dios, del castigo, y en lugar de ir a arrojarse a sus pies, huye de Él y así cae en las manos de Satanás, que lo lleva cada vez más a la desesperación y al endurecimiento en el pecado.

No tenemos que pecar. Pero si desgraciadamente hemos caído, al menos no desconfiemos de Dios y de su perdón, que no hay pecado por grande y grave que sea, que Dios no pueda perdonar. Jesús hubiera perdonado a Judas si él, en lugar de huir y matarse, se hubiera arrojado a los pies del Salvador.

Así como Jesús nos manda en el Evangelio que no debemos juzgar, tenemos que emplear también esto en nosotros. Porque a veces, después de cometer el pecado, juzgamos que Dios no nos puede perdonar, que es imperdonable lo que hemos hecho.

Estemos atentos porque en este pensamiento hay soberbia, y donde hay soberbia está Satanás. Y es el demonio el que nos inspira semejantes ideas.

No desconfiemos jamás de la Misericordia de Dios, porque esto causa a Dios un dolor muchísimo mayor que nuestro pecado.

 

Dios es el Todo, nosotros la nada. 

Cuando reconocemos que Dios es el Todo y que nosotros somos la nada, entonces hacemos posible que la Misericordia y el amor de Dios se derramen sobre nuestras almas. En cambio si nos creemos seguros y confiamos en nosotros mismos, estamos en gran peligro, porque somos sólo criaturas que, si Dios nos dejara por un momento, volveríamos a la nada o caeríamos en los más graves pecados.

La Misericordia de Dios, para actuar, necesita un punto de atracción. Ese punto de atracción es nuestra miseria, nuestra nada, nuestra precariedad como criaturas necesitadas constantemente de Dios.

Así que cuando comprobemos en carne propia que somos débiles y pecadores, saltemos de alegría, sabiendo que esa debilidad atrae el poder de Dios sobre nosotros, y así los grandes pecadores pueden llegar a ser grandísimos santos si se confían a la Misericordia divina.

 

Confiar en Dios. 

Confiamos en alguien cuando sabemos que ese alguien es bueno y no nos puede fallar.

¡Cuánto más tenemos, entonces, que confiar en Dios, que es el Bueno y que no falla jamás porque es perfecto!

Si hiciéramos el ejercicio de confiar cada vez más en Dios, ya tendríamos la vida solucionada, y también la eternidad, porque quien se pone en manos del Altísimo, nada debe temer, ya que Dios le cuida como a la niña de sus ojos.

Tenemos que estar convencidos de que Dios se ha hecho hombre en Jesucristo para compadecerse mejor de los hombres, y para juzgarlos con benevolencia. Por eso no debemos temer que el Señor no nos perdone los pecados por graves que sean, sino arrojarnos con confianza en sus brazos amorosos, recordando que Jesús no vino a salvar a los justos sino a los pecadores.

 

Desconfianza. 

Suele pasarnos que después de cometer el pecado y de haber pedido perdón al Señor, e incluso después de habernos confesado con el sacerdote, dudamos de que Dios nos haya perdonado.

Pero debemos saber que cuando Dios perdona, destruye y olvida para siempre el pecado. Los que no lo olvidamos y seguimos haciéndonos mala sangre, somos nosotros, y esto nos lleva al desaliento y a la duda de la Misericordia de Dios, porque juzgamos a Dios con nuestra medida y con nuestro modo de ser, y aquí sí que ofendemos a Dios con la desconfianza, cosa que le duele más al Señor que el pecado cometido.

No pequemos nunca. Pero si caemos en pecado, no desconfiemos del perdón de Dios, porque Él es bueno y ve, y compadece, y sólo quiere nuestra felicidad y no está mirándonos como un Dios castigador, pronto para castigarnos a la menor falta cometida.

Dios es bueno y quiere nuestro bien. ¿Por qué entonces revolver sobre nuestros pecados una y otra vez, hasta el punto de llegar a la conclusión de que Dios no nos ha perdonado, o al menos dudar de su perdón?

No procedamos así, y ya que Dios ha olvidado y destruido nuestro pecado, no seamos nosotros quienes lo reflotemos.

 

El Señor sabe. 

El Señor sabe que caemos en pecado más por debilidad que por mala voluntad, pues siempre tratamos de ser buenos, aunque a veces nos domina la carne y las pasiones, y caemos miserablemente en pecados.

Pero justamente la Misericordia de Dios no es para los justos, sino para los pecadores. Y cuanto mayor es el pecador, tanto más derecho tiene a disfrutar de la Misericordia divina, y ésta encuentra en esa alma muchas miserias que quemar, y así Dios puede hacer una obra maestra, de un gran pecador, como la historia nos lo demuestra en miles y miles de santos, de grandes santos, que fueron grandes pecadores.

Todo tiene arreglo mientras estamos vivos en este mundo. Recordemos siempre esto, y no nos desesperemos aunque nuestro pecado sea algo terrible y nos parezca que es imperdonable. No hagamos como Judas que se desesperó después de haber cometido la traición al Señor, en lugar de ir a sus pies, humillarse y pedirle perdón.

Dios justamente muestra su poder en perdonar los pecados. Dejemos entonces que Él demuestre su poder en nosotros, que cometimos grandes pecados, pero que el Señor quiere perdonar, y hasta de esa forma damos gloria a Dios, porque si bien el pecado es algo malo, al haberlo cometido le damos la oportunidad a Dios de que lo perdone completamente, y que así reciba toda la gloria.

 

Tabla de salvación. 

Así como el náufrago se aferra a la tabla que flota en el mar para salvarse de morir ahogado, así también quien ha pecado necesita aferrarse a la misericordia de Dios para no ser hundido en el mar de la desesperación.

Por eso hay un pecado más grave que el pecado mismo, y es la desconfianza en la misericordia divina.

Efectivamente, como Cristo lo ha revelado a Santa Faustina, a Él le duele y le ofende muchísimo más la desconfianza de las almas, que el pecado mismo. Y mucho más lo hiere la desconfianza de las almas elegidas.

Sabiendo esto, no debemos tener ya dudas en arrojarnos a los brazos amorosos de Dios, porque de lo contrario corremos el riesgo de imitar a Adán, que después del pecado tuvo miedo de Dios y se escondió. Nosotros no debemos hacer así, sino que si tenemos la desgracia de caer en pecado, recordar que Dios es un Padre amorosísimo, que nos entiende y comprende, y en lugar de alejarnos y huir de Él, tenemos que acercarnos a Él, que es la fuente de la gracia y de la misericordia, con confianza de hijos, recordando esa hermosa parábola del Evangelio del hijo pródigo y el padre misericordioso.

 

Desesperación. 

La desesperación es lo peor que nos puede pasar después del pecado, porque con ella cerramos la puerta a la Misericordia de Dios, y nos condenamos voluntariamente al Infierno eterno.

Hay que tener mucho cuidado con la desesperación, que fue lo que llevó a Judas Iscariote a suicidarse, en lugar de ir a los pies de Jesús crucificado a ser perdonado por Él.

Muchas veces la desesperación nace del orgullo, de la soberbia, porque somos incapaces de hacer un acto de humildad, de humillarnos ante Dios pidiendo perdón.

Otras veces la desesperación viene de percibir mal la realidad, o de juzgar a Dios como le juzgaba ese siervo malo y perezoso, que enterró su talento, y creemos que Dios es malo y vengativo, y no conocemos a Dios como el Padre bondadoso, dispuesto a perdonarlo TODO si vamos a Él arrepentidos.

¿No recordamos la historia del hijo pródigo? ¿Cómo el padre esperaba a su hijo y le vio desde lejos y corrió a su encuentro?

También nosotros, al pecar, nos vamos de la casa paterna, nos alejamos de Dios, pero no es Dios quien se aleja de nosotros, sino nosotros nos alejamos de Él. Entonces tenemos que saber que ese Dios, ese Padre está esperando con ardor nuestro regreso. E incluso se pone más contento por nuestra vuelta, que por el hijo justo que jamás se alejó de Él.

Vayamos al Padre misericordioso, a Dios nuestro Señor, con el alma humillada por nuestros pecados, y no esperemos reprimendas sino un gran amor y predilección de Dios. Si no creemos esto, hagamos la prueba y lo comprobaremos

 

Dios y la conciencia. 

Si nuestra conciencia nos reprocha algo, aunque sea grave, debemos saber que Dios es más grande que nuestra conciencia, y Él con su Misericordia infinita borra nuestros pecados, aunque sean muy numerosos y graves, basta que nos arrepintamos y vayamos a confesarlos con el sacerdote.

No escapemos de Dios si tuvimos la desgracia de caer en falta, porque es Él el Médico que nos puede medicar y el único que nos puede curar del todo y liberarnos, desatarnos de las cadenas que nos ha echado el diablo por medio del pecado.

Dios nos libera por su Misericordia, y si estamos realmente arrepentidos y contritos, además nos premia, regalándonos un cúmulo de gracias y dones para que los hagamos fructificar en adelante.

Recordemos los pecadores del Evangelio, por ejemplo San Pedro, que negó al Señor, pero luego recibió muchas gracias y dones y finalizó su carrera en este mundo dando testimonio con su sangre.

También María Magdalena fue muy pecadora, pero entre los regalos que le dio el Señor, fue el de aparecérsele resucitado primero a ella, incluso antes de subir al Padre.

Confiemos en Dios, que quiere hacer con nosotros pecadores, obras maestras de su amor y de su misericordia.

 

No se agota la Misericordia. 

La Misericordia de Dios no se agota por más grande y grave que haya sido nuestro pecado. Aunque fuéramos el mismo demonio, y tuviéramos todos los pecados del mundo y del universo, si nos arrepentimos y pedimos perdón a Dios, Él nos perdona, y es más, nos ayuda a que seamos grandes santos, porque justamente quienes son muy pecadores, están preparados para llegar a ser grandísimo santos. Como Lucifer, que era el más bello y potente de los ángeles, cuando cayó, cayó a lo más hondo del abismo. También  nosotros, si hemos caído muy bajo en el abismo del mal, es porque Dios nos tiene destinado un lugar muy alto en el Cielo, y si acogemos su Misericordia, entonces podremos llegar, algún día, a ocupar ese puesto de privilegio en el Cielo.

Si hemos sido osados en el mal, sin importarnos el qué dirán, ahora que Dios nos perdona, tenemos que ser también descarados en hacer el bien, para reparar el mal que hemos hecho y hacer méritos en el camino del bien.

Seamos como esos niños que rompen un juguete valioso, pero que se lo presentan al padre, confiados de que él lo puede arreglar todo. También nosotros cuando pecamos gravemente, es como que rompemos la belleza de nuestra alma. Pero Dios Padre puede arreglarlo todo y darnos una belleza muy superior a la que teníamos antes del pecado.

Nada es irreparable, absolutamente nada, siempre y cuando estemos vivos en este mundo, porque ya llegada la muerte, no hay tiempo para obtener misericordia de Dios.

 

 

 

 

 

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