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La conversión 

Golpes de timón. 

Así como una embarcación, para llegar a destino, debe ser manejada constantemente por su piloto, que debe darle golpes de timón, a veces suaves y otras veces muy enérgicos para mantener el rumbo; así también sucede en nuestra vida, que tenemos que alcanzar la meta que es la santidad, que es el Cielo, pero constantemente debemos corregir el rumbo, puesto que las tentaciones son muchas y la carne es débil, y si nos dejamos estar, nos desviaremos por caminos que no son los de Dios.

Por eso la conversión no es sólo un cambio de rumbo al inicio de la vida cristiana, sino que es un proceso continuo. A cada momento debemos estar convirtiéndonos, eligiendo el bien y rechazando el mal, y así llegaremos, al fin, al puerto deseado.

No debemos bajar la guardia y tenemos que luchar con las armas que nos ha dado el Señor, que son la oración, la penitencia, los Sacramentos, los sacramentales, y así cada día iremos creciendo en la vida de gracia, porque hay que saber que en la vida espiritual no hay lugares estancos. O bien se adelanta, o se retrocede, pero uno nunca queda en el mismo lugar: o hacia adelante, o hacia atrás. De nosotros depende.

 

El bien y el mal. 

Constantemente, a lo largo de nuestra vida, se nos presentan las opciones para elegir entre el bien y el mal. A cada momento tenemos que hacer nuestra elección, y se puede decir que a cada momento debemos rechazar el mal y elegir el bien, debemos convertirnos.

Por eso es necesario que recemos, ya que la fuerza para elegir siempre lo correcto, nos viene de Dios, y ésta la obtenemos por medio de la oración, ya que Dios nos ha prometido su ayuda, pero a condición de que se la pidamos en la oración.

La lucha está en acto y no terminará sino en el momento de nuestra muerte. Por eso no debemos bajar la guardia y tenemos que seguir luchando, combatiendo esta batalla que es la vida del hombre sobre la tierra, para que al final obtengamos la victoria merecida.

El destino de un hombre es lo más incierto que hay, pues cuántos que parecían que irían derecho al Cielo, han terminado en el Infierno; y cuántos otros, después de una vida de pecado, se convirtieron al final de su vida, como el Buen Ladrón, y ganaron el Paraíso.

Por eso debemos obrar nuestra salvación con seriedad, puesto que no es un juego, ya que se decide nuestro destino eterno: Cielo o Infierno. Así que nuestra conversión debe ser de cada día, de cada momento. Perseverar hasta el fin, porque sólo el que persevera es quien vence.

 

Yo soy así. 

A veces se escucha decir a los hombres: “Yo soy así, soy como soy y no puedo cambiar”.

¡Qué gran error es éste, el creer que ya no podemos cambiar y aceptar resignadamente lo que somos! ¡No! Todavía podemos cambiar, siempre podemos cambiar, con la ayuda de Dios y la práctica de las virtudes, porque Dios lo puede todo, y con nuestra buena voluntad iremos adelante.

Es que en la vida espiritual no hay estancamientos, pues o se avanza o se retrocede, pero uno nunca queda en el mismo punto. Así que si decimos que no podemos cambiar y no lo intentamos, entonces no sólo es que no adelantaremos, sino que retrocederemos en el camino del bien y podemos llegar a perdernos en el tiempo y en la eternidad.

Recordemos también una gran palabra que ha dicho el Señor en el Evangelio, que el que desprecia lo pequeño, poco a poco caerá en las cosas graves, y que el que es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho; como que quien es infiel en lo poco, también lo será en lo mucho.

Entonces empecemos por considerar que nada hay pequeño en la vida espiritual, ya que cada acción, si la hacemos con amor y bien, es motor y onda expansiva de otras muchas buenas acciones, y nos hace receptores de nuevas gracias de Dios, que a su vez, si las empleamos para el bien se va acrecentando nuestro tesoro espiritual.

La lucha no termina jamás mientras estamos en este mundo, sino que siempre tenemos que luchar por ser mejores, por convertirnos. Así hicieron los santos. Así tenemos que hacer nosotros, y saber que la lucha terminará cuando termine la vida.

 

Mucha oración. 

La conversión es una gracia de Dios y una respuesta del hombre. Y por ser una gracia de Dios, se obtiene con la oración, ya sea nuestra oración o la de otros que han rezado por nosotros sabiéndolo o sin saberlo.

Así que la conversión del mundo depende de la oración, porque es Dios quien toca el corazón del incrédulo y lo convierte.

Sabiendo estas cosas, ¡qué grande debe ser nuestro amor por la oración!, pues sabemos que todo lo obtenemos a través de ella y así acercamos a Dios a nuestros seres queridos, que a veces están muy lejos de Dios y del camino del bien.

La oración es el motor para toda empresa apostólica, y los mismos apóstoles necesitan de quien ore para que su apostolado sea fecundo.

Recemos, entonces, por nuestra propia conversión, puesto que siempre debemos convertirnos más profundamente, siendo cada vez más fieles a Dios; y también recemos por los demás, especialmente por los pecadores, los más alejados, los que están en grave peligro de perderse para siempre en el Infierno eterno.

No nos desanimemos aunque parezca que cuanto más rezamos por una persona, tanto más ella se aleja de Dios, se vuelve más mala. Porque Dios tiene sus tiempos y tiene paciencia, y ¿quién sabe si en el momento de la muerte no le dé la gracia de la conversión que con tanto amor estuvimos implorando por tantos años?

Y recemos también por nosotros, porque como dice el Apóstol: “Quien se crea seguro, cuide de no caer”, porque hoy estamos “seguros”, pero mañana no sabemos en qué situación límite nos podemos encontrar. Si rezamos siempre, entonces estaremos bien preparados para afrontar todo lo que nos suceda en la vida, sin perder la fe.

 

Volver. 

El término “conversión” significa volver sobre los pasos, cambiar de dirección, y es lo que debemos hacer cada día de nuestra vida, porque continuamente nos estamos desviando del camino que lleva al Cielo, y así como un barco no llegará a buen puerto si el capitán no da constantemente golpes de timón; así tampoco nosotros llegaremos a la Patria celestial si no damos continuamente golpecitos de timón a la barca de nuestra vida.

No se es santo de la noche a la mañana, ni se llega a ser demonio de la noche a la mañana, sino que para subir, como para bajar, se va por grados y paulatinamente. Por eso no hay que descuidar las cosas de todos los días, porque cada cosa, cada acto, cada elección, nos acerca más al bien o nos aleja de él. Por ello es tan necesario que constantemente estemos corrigiendo nuestro rumbo, poniendo siempre la proa hacia la Estrella polar, que es la Virgen y que nos guía con seguridad hacia la meta que es el Paraíso.

La Virgen en todas sus apariciones pide conversión al mundo, porque los males, desgracias y toda clase de calamidades, vienen por causa del pecado; y si la humanidad no se convierte en gran parte, ni vuelve a Dios, sino que cada vez más comete pecados y más pecados, llegará un momento que esa montaña de pecados nos caerá sobre la cabeza como castigos tremendos. El demonio sabe esta ley sobrenatural, y por eso hace todo lo posible por sumergir más y más al mundo en el barro del pecado, pues sabe muy bien que llegará un momento en que todo ese mal se precipitará sobre el mundo para ruina temporal y eterna de los hombres.

 

 

 

 

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