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Quiero ser perfecto

Perfectos como Dios. 

¿Se puede ser perfecto como Dios? Parece que sí porque el mismo Jesús nos lo ha mandado en su Evangelio: “Sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Y si el Señor lo ha mandado, es porque se puede cumplir, ya que Dios no manda imposibles.

Claro que para llegar a ser semejantes a Dios, tenemos que tener a Dios en nosotros, es decir divinizarnos por medio de la Gracia santificante, y así será Dios en nosotros quien nos hará perfectos como Él.

¿No es esto acaso lo que dijo el apóstol San Pablo: “Ya no soy yo quien vivo, es Cristo el que vive en mí”? Así llegaremos a ser perfectos porque Jesús, que es Dios, vivirá en nosotros, y seremos Dios por participación, es decir, seremos santos.

El Concilio Vaticano II nos ha dicho que la santidad es un llamado universal. Todos los hombres podemos y “debemos” ser santos, porque Dios es santo, y todos los hombres somos sus hijos, y tenemos que ser como el Padre.

Ser perfectos, en definitiva, es ser buenos, como Bueno es Dios. En eso consiste la santidad. Cuanto más buenos seamos, tanto más santos.

 

Amar a Dios. 

No trabajemos tanto por ser santos sino por amar a Dios. Porque en realidad el que ama a Dios llegará a ser santo.

Dios es el autor de nuestra santificación. Es el Espíritu Santo el que nos hace santos. Nosotros, sólo debemos poner nuestra buena voluntad y no poner obstáculos al trabajo del Espíritu en nuestras almas.

No tenemos que esperar a mañana para ser santos sino que hoy tenemos que ser santos. Porque el mañana no sabemos si nos será concedido, entonces hoy y ahora tenemos que hacer todo de la mejor manera posible, sin desaprovechar cada momento de nuestra vida, porque el tiempo que pasa no vuelve y queda sellado para la eternidad.

Si pensamos en esto, ¡cuántos momentos del día que desperdiciamos inútilmente en pasatiempos frívolos y hasta pecaminosos! Es cierto que también debemos divertirnos y tener descansos. Pero otra cosa muy distinta es la pereza y la ligereza.

No tenemos muchas vidas como dicen los maestros del error, sino que tenemos una única vida sobre la tierra, y luego llega el juicio en que recibiremos la sentencia inapelable del Juez eterno: Cielo o Infierno.

Todo lo que no nos lleve a amar más a Dios y al prójimo, es inútil y no deberíamos hacerlo.

 

La santidad no es aburrida. 

La santidad es el estado más hermoso que debemos conquistar los hombres para ser felices en la tierra y también en el Cielo.

El mundo tiene una idea totalmente equivocada de lo que es la santidad. Pero muchos católicos, incluso fervorosos, también andan errados.

Y es que la santificación de un alma es la aventura más magnífica que el hombre puede emprender, ya que en el camino tendrá que luchar contra sí mismo y sus pasiones, contra el mundo y sus modas, y contra los demonios, seres espirituales y malvados, mientras debajo de sus pies se abre el Abismo infernal, que lo tragará si falla en el intento; y sobre su cabeza está el Cielo, con una felicidad que no se puede describir con lenguaje humano.

Pero la aventura de la santidad sólo la descubren quienes ingresan por el camino del cumplimiento de los Diez Mandamientos. Y al principio se hace desabrido y de dura lucha, pero luego vamos descubriendo secretos y gustos escondidos, y ya nada ni nadie nos puede detener.

 

Dios lo quiere. 

Es Dios mismo quien quiere que nosotros seamos santos, que seamos perfectos. Es Dios y nosotros que queremos llegar a serlo. Por eso no es irrealizable el proyecto de la santidad, porque estamos junto a Dios, y con Él lo podemos todo y todo es posible.

Si amamos, se nos hará fácil el camino a la perfección, porque todo está resumido en el amor, ya que quien ama a Dios y al prójimo, ya es santo. Y más santo será, cuanto mayor amor a Dios y al prójimo tenga en su corazón.

Los hombres complicamos las cosas, y lo que Dios nos transmite con simplicidad, nosotros lo complicamos. Así se ha creado una parodia del cristianismo y una careta de la santidad, y el mundo y los medios de comunicación ayudan a ello, pues muestran la santidad como algo pasado de moda y que no entusiasma a ninguno, que es triste y aburrida, y que no deja vivir y gozar de la vida.

Efectivamente detrás de todo esto está el enemigo de las almas, a quien no le conviene que los hombres sean santos, porque un santo no se salva solo, sino que arrastra en pos de sí y en pos de Dios a innumerables almas. Un puñado de santos puede cambiar una ciudad, una nación y el mundo entero. ¿Acaso los doce Apóstoles no cambiaron el mundo?

Hagamos un bien a la humanidad y a nosotros mismos: seamos santos.

 

Dios no manda imposibles. 

Dios no manda imposibles, porque si así lo hiciera no sería perfecto, no sería Dios. Y si el Señor, conociendo cómo está hecho el hombre, nos manda que seamos santos como Él es santo, entonces es porque se puede lograr, y hasta es relativamente fácil lograrlo.

Porque todos los hombres estábamos destinados a ser santos. Después de una vida plácida en el paraíso terrenal, pasaríamos al Cielo en una dulce dormición. Pero vino el pecado, que nos desordenó y nos hizo perder el Cielo.

Entonces Cristo vino a la tierra, y con su Pasión, Muerte y Resurrección, nos obtuvo una sobreabundancia de gracias y ayudas espirituales; y si bien el hombre está muy inclinado al pecado, con la ayuda de Dios, obtenida por los méritos infinitos de Jesús, los hombres estamos en inmejorables condiciones para ser santos. Así que sólo quien no desea y ni quiere llegar a ser santo, no lo alcanzará. Pero quien quiere ser santo, llegará a serlo, puesto que Dios le dará las ayudas necesarias y aún más para que lo logre.

Un alma que se santifica, se beneficia a sí misma, pero también beneficia a todo el Cuerpo Místico, que es la Iglesia. Y en realidad las obras exteriores y todo lo que hace una persona, sirve en tanto y en cuanto ello le ayude a santificarse, pues si no fuera así, serían actividades inútiles.

 

Dios tiene una ilusión. 

Dios tiene una ilusión con nosotros. Él nos ha creado para que seamos estrellas en su Cielo; nos ha creado para que seamos perfectos, como Él es perfecto. Por eso nuestra meta en este mundo es llegar a ser perfectos, como el Padre celestial es perfecto.

Y como Dios no pide imposibles, y Jesús no nos pone ejemplos que no pueden cumplirse, así es que realmente podemos llegar, con la ayuda de Dios, a la santidad, a la perfección, y no a cualquier perfección, sino a la misma perfección de Dios, porque quien lucha por ser santo se va divinizando, y convirtiendo en Dios por participación.

¿Qué mayor logro de la criatura que el convertirse en Dios? Pero ¡atención!, porque también el demonio, en el Paraíso terrenal, tentó a nuestros primeros padres diciéndoles que si comían del fruto prohibido serían como Dios. Fue un engaño del Maligno, porque justamente ellos serían como Dios si no comían de ese fruto.

Por eso a las corrientes de pensamientos y falsas religiones y sectas como la Nueva Era, que nos proponen hacernos Dios, unirnos a la divinidad, pero siendo ésta una “energía”, un ente; tenemos que contraponer la doctrina católica, en que reconocemos que si nos vamos santificando con la ayuda de Dios, nos vamos divinizando pero de la forma buena, de la que Dios tuvo como proyecto para los hombres desde su creación.

No hay nada más importante para realizar en nuestra vida, que la de la obra de nuestra propia santificación, porque lo que alcancemos a ser en la tierra, la perfección a la que lleguemos, quedará fijada para siempre, para toda la eternidad. Por eso vale la pena luchar por ser santos.

 

Dios lo quiere. 

Dios es quien quiere que seamos perfectos, que seamos santos. Y si nosotros también lo queremos, entonces hacemos coincidir nuestra voluntad con la Voluntad de Dios. Y si Dios quiere una cosa, entonces no hay obstáculo que le pueda impedir lograr el objetivo, salvo nuestra libertad, que puede decir “No” a Dios, o poner trabas a las operaciones de la gracia en nosotros y así impedirnos alcanzar la santidad.

Porque para ser santos, no se trata tanto de “hacer”, sino más bien de “dejar hacer” a Dios en nosotros, sin poner obstáculos, siendo fieles a las mociones del Espíritu Santo, a lo que nos va inspirando momento a momento. Porque simplemente es santo quien cumple la Voluntad de Dios, y no podremos llegar nunca a la santidad si hacemos lo que se nos da la gana, y no escuchamos a Dios ni seguimos sus consejos e inspiraciones.

Cuando nuestra voluntad coincida plenamente con la voluntad de Dios, entonces seremos santos. Y para que ello ocurra tenemos que saber cuál es la voluntad de Dios. Y eso lo sabemos si rezamos, porque la oración nos une a Dios y nos hace descubrir su querer, y nos da fuerzas para seguirlo.

Por eso la Virgen en sus apariciones nos invita insistentemente a la oración, para que cada uno de nosotros descubra la misión que tiene aquí en la tierra, y se santifique llevándola a su cumplimiento.

 

Dios es el más interesado. 

Dios es el más interesado en que seamos santos, pues siendo santos, damos muchos frutos, y la gloria de Dios es que nosotros demos frutos copiosos.

Siendo las cosas así, entonces debemos aprovechar esta vida sobre la tierra para ser santos, es decir, para ser buenos y amar a Dios con todo nuestro ser y a los hermanos como a nosotros mismos.

A veces queremos hacer mucho apostolado exterior, pero no nos damos cuenta de que también podemos hacer mucho, muchísimo, con nuestra santificación cotidiana, pues un alma que se va santificando, da mucha más gloria a Dios que si hiciera grandes apostolados.

Cuando vamos santificándonos al recibir los sacramentos o rezar, etc., vamos como aumentando nuestra potencia de súplica, porque Dios nos escucha más atentamente y nos concede cada vez más gracias y todo lo que pedimos.

Ser santos es el mejor negocio que podemos hacer en este mundo. Es más, sólo estamos en este mundo para alcanzar la santidad, y no para otra cosa.

Ser santos es hacernos Dios por participación, y sabemos muy bien el poder que tiene un Dios. Así también nosotros, al santificarnos, nos vamos haciendo todopoderosos hijos de Dios, que lo pueden obtener todo del Padre eterno, y a quienes el Señor no les niega absolutamente nada de lo que piden para ellos o para los demás. Así que nos conviene ser perfectos.

 

Se puede. 

Si no se pudiera llegar a ser perfectos como lo es Dios, entonces Dios directamente no lo habría mandado, porque Dios, la suma Inteligencia, no podría mandarnos algo imposible. Sin embargo Jesús en su Evangelio dice claramente: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.

Siendo las cosas así, tenemos que lanzarnos a la cima de la perfección, porque si Dios lo quiere, y lo manda, es señal de que es no sólo posible, sino relativamente fácil, ya que lo manda a todos los hombres, no a un grupo de elegidos o a personas especiales, sino a todos los hombres sin distinción de edad ni condición.

Entonces ya no tenemos excusas para no ser perfectos, porque con nuestro deseo y la ayuda de Dios, si ponemos los medios necesarios, entonces llegaremos a ser santos, porque Dios morará en nosotros y seremos como Dios, no como lo sugirió el demonio a nuestros primeros padres, sino a la manera de Dios.

No debemos detenernos diciendo: “Yo ya llegué a la perfección”, porque justamente esa frase nos indicaría que todavía somos muy imperfectos, al menos no humildes.

Tenemos que seguir perfeccionándonos toda nuestra vida, porque comparados con Dios, siempre tenemos modo de perfeccionarnos más para alcanzar el divino modelo.

Hay que apuntar bien alto en la vida espiritual, para que al menos lleguemos a lo básico en nuestra santificación, pues si apuntamos bajo, quizás no nos alcance ni siquiera para salvarnos del Infierno.

 

 

 

 

 

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