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La santidad 

Santidad = amar. 

La santidad consiste en amar a Dios con todo el ser, y al prójimo como a nosotros mismos. Por eso quien ama y va por el camino del amor, está seguro, y sin temor a engañarse, llegará a la cumbre de la santidad.

Dios nos ha creado para que seamos felices. Y sólo seremos felices si amamos, porque Dios, que ha creado nuestro corazón, lo ha creado para que dé y reciba amor.

Así como es de simple el Evangelio, así también es de simple la vida espiritual. Muchos la complican de gusto con miles de prácticas o teorías. Pero en realidad ser santos es amar con todas las fuerzas a Dios, y amar a Dios en el prójimo.

Si empezamos por hacer las cosas más comunes de nuestra vida con amor, entonces ya vamos muy adelantados en el camino de la perfección.

Esto lo comprenden los pequeños, para quienes Dios ha revelado los secretos del Reino. Ojalá lo comprendamos nosotros y, dejando de lado tantas estructuras, nos lancemos a amar a Jesús y a María con todas nuestras fuerzas.

El que ama, generalmente no peca, porque teme lastimar al ser amado, a Dios.

Y el que ama sufre con paciencia, sabiendo que su sufrimiento lo enciende más en el amor y que ayuda a salvar a muchas almas, y le da contento a Dios, porque le salva lo que Dios más quiere: las almas.

Cuando seamos perfectos en el amor, seremos santos.

 

¿Altares? 

No debemos tratar de ser santos para ocupar algún día un puesto en los altares de las iglesias, sino que debemos tratar de ser santos para ser más perfectos, más semejantes a Dios, que es Santo, y para estar más cerca de Él en el Cielo, donde estaremos para siempre junto a Dios.

¡Pobres de los que trabajan por su santidad con un fin humano o para ser aplaudidos por los hombres! Debemos trabajar para ser santos, pero para que nos felicite Dios, y nada más que Dios, ya que los elogios de los hombres son pura vanidad.

Obremos para que Dios esté contento de nosotros. Obremos sin dobleces, sabiendo que Dios nos mira y que para Él no hay nada oculto. Y así como somos ante Dios, seamos también ante nuestros hermanos, porque los hombres también aprecian la sinceridad y la sencillez.

¿Qué importa si por nuestra vida y nuestros errores pasados, al morir no nos pueden abrir una causa de beatificación? Lo importante es que vayamos al Cielo, que seamos santos de verdad, aunque el mundo jamás nos reconozca así. A la larga, en el día del Juicio, Dios nos dará su reconocimiento ante toda la creación.

¡Cuántos hay que en la tierra terminaron como delincuentes y son santos en el Cielo! El Buen Ladrón es un ejemplo de ello, porque si no lo supiéramos por los relatos del Evangelio, todos habríamos creído que él fue un delincuente más que terminó en el Infierno.

 

Dios lo quiere. 

Es Dios quien quiere que seamos santos. Por eso si Dios lo quiere, también nosotros, para hacer coincidir nuestra voluntad con la adorable Voluntad de Dios, también debemos querer ser santos. Y saber que Dios no nos negará su ayuda para lograrlo, porque Él es el más interesado que nosotros lo seamos, puesto que nos ha creado para ser perfectos como es Él, y cuando el Señor ve un reflejo suyo en una criatura humana, cuando se contempla a Sí mismo en un hombre, no puede menos que amarlo intensamente y colmarlo de favores y dones de todas clases.

Quien se santifica es un hombre que trabaja por la paz, por el bien de la humanidad, porque así como quien peca, daña a todo el cuerpo místico; también quien se santifica, colabora a conservar en buen estado dicho cuerpo, y todas las obras que realiza son como una reacción en cadena que tiene el poder de expandir el bien por doquier.

Ser santos no es otra cosa que ser buenos, pero buenos como nos ha enseñado Jesús que debemos serlo. Y sobre todo se trata de amar, a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo por Dios. Como vemos no es difícil y es difícil. Porque la doctrina es sencilla y fácil, pero se hace difícil aplicarla en ciertos casos, porque por el pecado original y los pecados actuales estamos inclinados al mal, y la naturaleza se resiste a obrar bien, a ser mansos, a ser buenos, porque en cierta forma tenemos el veneno de Lucifer en nuestra sangre, y será una lucha constante, de toda la vida, el escalar el monte de la santidad. Pero no hay obra mayor que la santificación de un alma. Es obra mayor que la creación de todos los mundos, y los ángeles se asombran cuando ven que de un poco de barro surge un santo.

 

Hijos de Dios. 

Los buenos hijos se deben parecer al padre, y los buenos hijos de Dios deben parecerse al Padre Dios, es decir, deben ser santos porque Dios es Santo.

Toda nuestra vida en la tierra es un despilfarro de tiempo si no se aprovecha para alcanzar la santidad, porque para eso es que venimos a la tierra. ¡Ay de quienes quieren gozar en este mundo, pasándolo bien y viviendo de tal modo como si esta vida fuera lo único! Porque hay que entender que el tiempo de vida terrena es tiempo de prueba, y es como una sala de espera para entrar a la verdadera Vida, al Cielo.

¡Cuántos que están ahora mismo en el Infierno no entendieron esto y quisieron gozarlo todo en el mundo! Ahora están perdidos para siempre, porque en este mundo tuvieron bienes, y en la otra vida padecen males de todas clases.

No nos abatamos si nuestra vida no es un lecho de rosas, sino todo lo contrario, un camino de espinas, porque esas espinas un día se convertirán en rosas en el Paraíso, y ya en medio de los padecimientos de este mundo, nos vamos formando una corona que no se marchita en el Cielo.

Dios quiera que leyendo esto abramos los ojos y caigamos en la cuenta de que la vida en la tierra es preparación para la otra vida, para el más allá; y que lo que hacemos en este mundo tiene repercusiones en la eternidad. Por eso tenemos que emplear el tiempo para ser santos, y todo lo que no hagamos en este sentido, es tiempo perdido.

 

Simplicidad. 

A veces pensamos en la santidad como en algo difícil de alcanzar, y también complicado, pues nos vienen a la cabeza las cosas que hay que hacer, penitencias, oraciones, obras, etc. Pero debemos tener en cuenta que el Señor Jesús ha simplificado mucho la santidad, reduciéndola a un sólo mandamiento que engloba todo lo demás: “Amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a sí mismo”.

Si tratáramos de cumplir este mandamiento cada vez mejor, paulatinamente nos iríamos haciendo santos, porque la santidad no es otra cosa que amor, amor a Dios y a los hermanos. Y las penitencias y demás prácticas de piedad, nos sirven si nos ayudan a cumplir mejor este mandamiento, pero nos estorban y nos hacen crecer en soberbia si no nos ayudan a amar más.

Por eso no tengamos una idea equivocada de la santidad, pues ella consiste, en esencia, en amar. Y Dios quiere que le amemos porque para eso nos ha creado.

No busquemos ser santos, sino busquemos amar, porque eso es la santidad. Entonces si buscamos la santidad, tengamos bien en claro qué es la santidad.

El amor nos hará fáciles todas las cosas, porque quien ama se sacrifica por el amado, y trata de hacer todo bien.

El amor debe ser el motor que nos haga evitar el pecado, y nos perdone los muchos pecados cometidos, porque ya lo ha dicho el Señor en el Evangelio que: a quien mucho ama, mucho se le perdona.

 

 

 

 

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