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La santidad
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Quiero cambiar

Solos no podemos. 

Por más que digamos que queremos cambiar y hagamos propósitos para hacerlo, no llegaremos muy lejos sin la ayuda de Dios, y ésta se pide en la oración.

Por eso lo primero que debemos hacer si queremos realmente cambiar de vida y dejar de pecar, es rezar, al menos las tres avemarías cada día, ya que la Virgen ha prometido que quien las rece no se perderá.

Dios nos debe ayudar a ser mejores, porque Él es quien da la gracia para ser buenos, puesto que sin la ayuda de Dios no podemos decir ni siquiera Jesucristo es el Señor.

Generalmente inmediatamente después de cometido el pecado, cuando sobreviene el momento de reflexión, nos proponemos cambiar y ya no pecar. Pero si lo tratamos de hacer solos, no llegaremos lejos. Pidamos entonces ayuda a Dios y acerquémonos a los Sacramentos, a la Confesión y a la Eucaristía, y que Jesús mismo, entrando en nosotros, nos dé la fuerza suficiente para ir mejorando de a poco.

Y tengámonos paciencia, porque el niño, cuando aprende a caminar, no lo hace de una sola vez, sino que muchas veces cae a tierra y se lastima, pero con el tiempo lo hará cada vez mejor.

¿Qué se podría decir de un niño que al aprender a caminar, al caerse la primera vez, ya no quisiera intentarlo? Diríamos que no está bien. Entonces tampoco nosotros nos desalentemos si vamos dando tumbos. Con el tiempo, la perseverancia y la oración, llegaremos a vivir sin pecar, al menos gravemente.

 

Constancia. 

Dicen que el camino hacia el Infierno está sembrado de buenos propósitos. O sea que muchos que ahora están ardiendo para siempre en el Abismo infernal, hicieron durante su vida muchos buenos propósitos, pero que jamás cumplieron, o porque fueron inconstantes o simplemente tuvieron mala voluntad.

Por eso no basta realizar buenos propósitos y decir “me quiero convertir”, sino que hay que perseverar en ellos hoy, mañana, pasado mañana y siempre, ya que toda la vida del cristiano sobre la tierra es lucha y tiempo de prueba, y cada día, a cada momento, debemos estar convirtiéndonos más profunda y completamente a Dios, puesto que el bien y el mal se nos presentan a cada instante ante nosotros, y a cada momento debemos elegir el bien.

No podemos cambiar de golpe. Acaso creemos que Dios dará mayor premio al que cambió de repente, que al que con lucha constante fue cambiando de a poco. Al contrario, Dios dará mayor premio al que se fue venciendo paulatinamente, siendo un héroe de la santidad y de la perseverancia. Porque, además, al cambiar paulatinamente es más seguro que ese cambio, esa conversión, sean más duraderos en el tiempo.

 

Solos hacemos agua. 

Si queremos cambiar de vida y empezar a vivir en gracia de Dios, cumpliendo los Mandamientos y las enseñanzas de Jesús en el Evangelio, debemos saber que solos no podremos llegar muy lejos, puesto que el hombre, naturalmente, no es capaz de hacer, pensar o decir nada bueno sin la ayuda de Dios.

Por eso es tan importante la oración, ya que a través de ella recibimos todos los auxilios para comenzar una vida de conversión.

“Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”. Es decir que, Dios ha hecho todo por nosotros, pero quiere, para salvarnos, que colaboremos con nuestra parte, poniendo nuestra voluntad para el bien y haciendo buenas obras.

Si no pedimos la ayuda a Dios a través de la oración, y si no acudimos a los sacramentos, en especial la Eucaristía, no llegaremos muy lejos y haremos agua, porque la conversión es obra de Dios en el alma, aunque también una respuesta y decisión libre del hombre, que colabora con Dios en esta empresa.

 

Dios nos cambia. 

Si queremos cambiar y ser mejores, debemos saber que nuestra buena voluntad no basta para lograrlo, sino que es necesaria la gracia y la ayuda de Dios, ya que es Él quien nos hace mejores.

Por eso no podemos ser mejores si no se lo pedimos a Dios en la oración, porque el Señor se ha comprometido a darnos todas las ayudas que necesitemos, siempre y cuando se las pidamos a través de la oración.

Una oración muy linda, enseñada por Jesús a Sor María Marta Chambón, para obtener la propia conversión, es la siguiente: “Eterno Padre, yo te ofrezco las Llagas de nuestro Señor Jesucristo, para curar las llagas de nuestras almas”.

Y Jesús le ha prometido a esta religiosa que el pecador que dijese esta oración aunque sea una sola vez, obtendrá su conversión.

Vemos entonces que la conversión es una gracia de Dios. Y esto lo ha dado a entender el mismo Cristo, cuando dijo que nadie podía venir a Él si el Padre no lo atraía.

Así que no debemos juzgar a ninguno, porque si nosotros estamos en el buen camino, no es por nuestros méritos ni nosotros hemos elegido al Señor, sino que fue Él quien nos llamó y nos eligió. Tratemos de ser fieles a este llamado y seguir en el buen camino de la virtud, con la ayuda de Dios.

 

Dios lo quiere. 

Si bien nosotros queremos dejar el pecado y cambiar, convertirnos; hay alguien que quiere esto mucho más que nosotros, y ese alguien es Dios mismo.

Efectivamente Dios quiere que nosotros cambiemos, mucho más de lo que nosotros mismos queremos cambiar, pues Él sabe muy bien lo que perdemos al seguir en esta vida mediocre y llena de pecados, y lo que ganaríamos si nos convirtiéramos.

Por eso, si el demonio nos sugiere que son sólo ideas nuestras el querer cambiar, recordemos que en primer lugar, quien quiere que cambiemos es Dios mismo, el cual nos ayudará con toda clase de gracias, favores y consideraciones, para que llevemos esto a la práctica.

Entonces, si Dios es el primero que quiere que cambiemos, que nos convirtamos, nosotros no debemos poner impedimentos a ésta su voluntad; y dejándonos guiar por Dios, secundando sus inspiraciones y pedidos, llegaremos a convertirnos cada vez más profundamente.

Dios nos quiere perfectos, porque Él es perfecto. Así que nada de pereza en nuestra vida espiritual, porque lo que Dios quiere, lo hace; siempre y cuando nosotros no pongamos obstáculos al actuar de Él en nuestras vidas.

 

Dios no cambia. 

Dios no cambia porque es perfecto, no tiene necesidad de ir de la imperfección hacia la perfección, porque Él ya es perfecto.

Pero nosotros los hombres estamos atados al tiempo, y por lo tanto al cambio. Debemos avanzar de la imperfección a la perfección, tenemos que salir del pecado y convertirnos.

Y debemos tener bien presente a nuestra inteligencia que nunca nos quedaremos, en la vida espiritual, en el mismo punto del trayecto, sino que o bien avanzaremos, o retrocederemos, pero jamás quedaremos estancados. Por eso lo peligroso de decirse a uno mismo: “Bueno, hasta acá llegué y ahora me quedaré en este estado”. Lo más probable que sucederá es que comencemos a retroceder y podemos volver a ser esclavos del pecado, y por ende, esclavos de Satanás.

La lucha del hombre por su propia conversión y perfección, no termina sino con la muerte. Así que tenemos que hacernos ya a la idea de que tenemos que combatir hasta el fin de nuestra vida, no bajar jamás los brazos, porque el demonio no duerme, y nosotros tampoco debemos descuidarnos en combatir cada día para ser mejores cristianos.

Constantemente el bien y el mal se nos presentan en la vida cotidiana, y constantemente debemos estar eligiendo el bien y rechazando el mal, es decir, tenemos que estar constantemente convirtiéndonos.

 

Si no rezamos, no cambiaremos. 

A veces queremos cambiar, porque nos damos cuenta de que nuestra vida va mal, que estamos muy lejos de ser lo que Dios quiere que seamos, y nos proponemos cambiar.

Pero tenemos que saber que el camino al Infierno dicen que está sembrado de buenos propósitos; es decir, que muchos de los que ahora están allí ardiendo para siempre en un fuego inextinguible, en vida habían propuesto muchas veces cambiar de vida, pero no lo lograron. ¿Y por qué no lo pudieron lograr? Una de las causas, quizás la más importante o acaso la única importante, es que no rezaron.

Porque hay que saber que por más y mejor buena voluntad que tengamos de cambiar, si Dios no nos ayuda a hacerlo, nunca lo lograremos solos. Y Dios ayuda a quien le pide ayuda. Y la ayuda de Dios la obtenemos por medio de la oración.

Así que si queremos cambiar, tenemos que rezar, y rezar mucho, para que el mismo Dios nos ayude a cambiar. Es más, para que el mismo Dios sea quien nos cambie, porque el cambio lo hará más Dios, que nosotros con nuestra pobre voluntad.

La Virgen en estos tiempos nos invita a la conversión. Pero también nos invita a la oración, porque Ella sabe muy bien que sin oración no puede haber conversión, ni salvación.

¿Queremos cambiar? Muy bien, eso es bueno. Entonces pongamos los medios para lograrlo: intensa y cotidiana oración.

 

Paciencia. 

No podremos cambiar de la noche a la mañana, porque los malos hábitos están muy arraigados en nosotros y es necesario armarse de paciencia para ir corrigiéndolos de a poco, con la ayuda de Dios.

Vayamos en orden y elijamos primero el defecto dominante que tenemos para trabajar sobre él, y cuando hayamos vencido y mejorado notoriamente, entonces recién pasemos a trabajar sobre otro vicio o defecto.

Dios es orden, y nosotros debemos proceder en orden, con sencillez y simplicidad, poniendo lo mejor de nosotros mismos, y pidiendo a Dios la ayuda de la gracia por medio de la oración y recibiendo los sacramentos, especialmente la Eucaristía.

Si no nos confesamos con frecuencia con el sacerdote, entonces no cambiaremos, porque el que nos cambia es Dios mismo, y eso lo hace el Señor desde el Confesionario, puesto que allí Él derrama su Sangre bendita sobre nosotros y nos transforma de pecadores en santos, de carnales en espirituales.

Acudamos a confesarnos al menos mensualmente, como pide la Virgen en sus apariciones, puesto que quien es negligente con la Confesión, muy pronto caerá en pecados graves, puesto que cuando nos confesamos, no sólo recibimos el perdón de nuestros pecados, sino también la fuerza para vencer las tentaciones y evitar incluso padecerlas.

 

Deseo. 

El deseo de cambiar, de convertirnos, debe ser como el motor que nos impulse a poner los medios de nuestra parte, para cambiar realmente. Pero no esperemos cambiar de la noche a la mañana, porque si bien hay conversiones radicales, quizás nosotros tengamos por el momento sólo el deseo de cambiar. Por algo se empieza, y el buen deseo debe ser como el motor que nos empuja a ser mejores cada día, a cada momento, porque la conversión no es un proceso de un momento, sino es algo que dura toda la vida.

Si bien dicen que el camino al Infierno está sembrado de buenos propósitos, dando a entender con ello que muchos de los que ahora padecen las penas eternas, en vida hicieron muchos buenos propósitos y promesas de cambiar, pero no los cumplieron; también es cierto que si no formulamos nunca los propósitos de ser mejores y santos, nunca lo seremos.

Así que aprovechemos cada nuevo año que comienza, cada mes, cada semana, cada día que empieza y propongámonos de ser mejores, de convertirnos más a Dios, de ser santos. Y aunque nos parezca que en lugar de avanzar, retrocedemos, por lo menos que el deseo quede intacto y siempre sea el norte que nos marque el rumbo.

Recordemos que si tenemos el deseo de ser buenos, de ser santos, no es un deseo que nos ha brotado porque sí, sino que es Dios quien lo ha puesto en nuestro corazón. Y si Dios nos pone algo en el corazón y en la mente, es porque quiere ayudarnos a alcanzarlo, y es posible alcanzarlo. Dios no juega con nosotros ni con nuestros sentimientos.

 

 

 

 

 

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