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He pecado

Fui tentado. 

Cuando caemos en pecado lo peor que podemos hacer es echarle la culpa a otro por nuestro pecado. Es lo que hicieron Adán y Eva en el Paraíso. Eva echó la culpa a la serpiente, y Adán a su mujer.

La tentación, por más violenta que sea, no superará nuestra resistencia porque Dios es bueno y no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas, y Él da 10 si la tentación es de 10,  e incluso da más. Pero lo que sucede es que muchas veces caemos en pecado porque “queremos” caer en pecado, y despreciamos la ayuda de Dios y no invocamos su auxilio.

El pecado es malo, pero más malo es no reconocerlo y no ser humildes en pedir perdón a Dios. Porque ya en el Pregón Pascual se dice que fue feliz la culpa (el pecado original) que nos mereció tan grande Redentor.

Nosotros no diremos que es feliz el pecado. Pero si después de cometerlo, nos humillamos ante Dios y le pedimos perdón humildemente, confesándonos con un sacerdote, entonces subiremos más alto de lo que estábamos antes del pecado, porque a Dios le agrada la humildad.

 

Reconocernos pecadores. 

Ningún enfermo puede curarse si no reconoce que está enfermo y quiere tomar su medicina. Ningún pecador puede salir del pecado si no se reconoce pecador.

Por algo en el Avemaría se dice a la Virgen: “Ruega por nosotros, pecadores”. Porque necesitamos tomar conciencia de que todos somos, más o menos, pecadores, y necesitamos de la misericordia de Dios.

Lo peor que puede suceder después de haber cometido el pecado es desesperarnos, es decir, desconfiar de la misericordia divina y angustiarnos. Porque si bien hemos ofendido a Dios, si desconfiamos de Él y de su perdón, lo ofendemos más. En cambio si nos arrojamos a sus brazos amorosos, entonces Dios estará contento de poder estrecharnos a su Corazón.

A veces sucede que después de pecar, nuestro orgullo no nos deja aceptar que somos débiles y que podemos caer como cualquiera. Entonces que el pecado nos sirva para ser humildes, porque hay un dicho que dice: “Puros como ángeles y soberbios como demonios”. Así que si bien el pecado no hay que cometerlo, al caer por debilidad nos debe ayudar a ser más humildes, dándonos cuenta que nosotros, por nosotros mismos, somos nada más que pecado y la misma debilidad.

 

Miedo. 

Como Adán, que después del pecado en el paraíso terrenal, se escondió de Dios por miedo, así también nosotros, cuando pecamos, comenzamos a tener miedo de Dios y nos escondemos de Él, cuando en realidad lo que deberíamos hacer es correr a sus pies y llorar nuestra falta.

Dios no quiere el mal ni el pecado, pero lo permite porque sabe hacer salir de ellos un bien. Efectivamente el pecado es algo malo, pero si por desgracia caemos en él, tenemos que saber aprovechar esta ocasión para crecer en humildad, puesto que el Señor lo ha permitido para que comprobemos y palpemos por nosotros mismos lo miserables y débiles que somos, y así hasta el mismo pecado nos hará crecer en santidad.

Pero para sacar un bien del pecado, no hay que tener miedo de Dios, que es el único que nos lo puede perdonar, y por eso debemos ir a Él, apenados por haberle ofendido, pero confiados en su bondad infinita, que perdona a todo aquel que está realmente arrepentido.

Hagamos que todo, absolutamente todo lo que suceda en nuestra vida, sea medio para subir y escalar el camino de la santidad, incluso el pecado.

 

Paz. 

Si hemos pecado, no dejemos que entre en nosotros la turbación y la tristeza, porque esto sería peor que el pecado mismo, ya que nos predispondría a cometer más pecados, puesto que entraríamos en un estado de desánimo, desaliento y desesperación.

Lo mejor que tenemos que hacer después de haber pecado, no es replegarnos sobre nosotros mismos y sobre lo que hemos cometido, sino simplemente hacer un acto de amor a Dios. Decirle a Dios que lo amamos, y Él pasará su mano sobre nosotros y nos limpiará, porque un acto de caridad hacia Dios borra las faltas veniales, y las mortales también, aunque estas últimas hay que confesarlas al sacerdote.

Conservemos la paz siempre y no dejemos que entre en nosotros la turbación. ¿De qué nos admiramos si cometimos el pecado? ¿Acaso no sabíamos que somos miserables y que no podemos nada sin la ayuda de Dios? ¿Y por qué entonces ese descorazonamiento al caer en pecado?

Lo que sucede es que se ha resentido nuestro orgullo y nos habíamos creído mejores, y comprobamos que somos pecadores. Pero ¡ánimo! porque Cristo ha venido por los pecadores, por nosotros, y si somos buenos negociantes, podemos cambiar el pecado por la gloria, puesto que hasta el mismo pecado nos puede servir para humillarnos y así elevarnos más a Dios.

 

Reconocer. 

Reconocer que hemos pecado, es el primer paso para salir de ese estado lamentable, pues nadie se puede arrepentir de algo que no ha hecho y que no sabe que lo ha hecho.

Cuando pecamos suele venirnos como una especie de movimiento de odio hacia nosotros mismos. Pero esto es nada más que orgullo, puesto que tal vez nos creíamos ya impecables y la realidad nos ha mostrado y demostrado que esto no era así, sino que seguimos siendo criaturas débiles y pecadoras, que sin la ayuda de Dios, somos menos que nada.

Al caer en pecado, en lugar de estar lamentándonos por lo que hicimos, mejor hagamos un acto de amor a Jesús, porque a quien mucho ama, mucho se le perdona; y Dios, de nosotros, sólo quiere nuestro amor.

Un acto de amor devuelve la paz al alma turbada y da gloria a Dios, y prepara al alma para recibir la absolución del sacerdote.

Así como Dios sabe sacar un bien de los males; así también nosotros, que somos hijos suyos, debemos saber sacar bien de los pecados cometidos. Porque si nos abatimos y desesperamos pensando en lo que hemos hecho, entonces el demonio gana terreno. Pero si en lugar de hacer eso, nos humillamos y hacemos un acto de amor a Dios, hasta el mismo pecado nos sirve para ser mejores y estar más prevenidos para la próxima ocasión.

 

Propio de la naturaleza humana. 

Es propio de la naturaleza humana el caer en pecado, puesto que ella está inclinada al mal, porque si bien el Bautismo ha borrado el pecado original, sin embargo han quedado en el alma las inclinaciones al mal, al pecado, llamadas concupiscencias, que nos predisponen a caer fácilmente en pecado.

Por eso si todavía caemos en pecados, incluso graves, no nos desmoralicemos, porque el pecado original y luego los pecados ya perdonados, han dejado en nosotros una debilidad muy grande, que debemos tratar de contrarrestar con la recepción de los sacramentos, en especial la confesión frecuente, la comunión eucarística y mucha oración, y de esta manera saldremos poco a poco del estado lamentable de pecado.

Recordemos la parábola del fariseo y el publicano en el Templo, que el primero no se reconocía pecador ante Dios, y en cambio el segundo sí. Y el que volvió a su casa justificado no fue el fariseo sino el publicano. Por eso es importante que reconozcamos nuestro pecado y nos acusemos ante Dios de él, y entonces Dios nos mirará con bondad y nos perdonará, y cumplirá aquella promesa del Señor: quien se humilla, será ensalzado. No importa que nuestra humillación sea por el pecado cometido, el asunto es que nos humillamos ante Dios, y eso tiene premio, aunque más no sea el ganarnos la benevolencia de Dios hacia nosotros. Dios no desprecia el corazón contrito y humillado.

 

Somos pecables. 

Los únicos que no tuvieron pecado son Jesús y María. Jesús por ser Dios, y María por ser la Inmaculada Madre de Dios. Pero los demás hombres somos todos pecables, es decir que traemos la carga del pecado original, y aunque borrado éste por el bautismo, igualmente quedan sus consecuencias, llamadas concupiscencias, es decir, las inclinaciones al pecado. Entonces ¿qué gran novedad es que caigamos en pecado? Lo ideal sería no caer, pero muchas veces somos vencidos por la tentación.

También a veces nos dejamos y “queremos” ser vencidos. Porque hay que saber que Dios da todos los medios para que no pequemos, pero nosotros nos exponemos al peligro y no queremos usar los auxilios que nos da el Señor, y voluntariamente y no por debilidad, pecamos. Esto sí está muy mal, porque si caemos por debilidad no es tan grave. El problema es cuando caemos con mala voluntad. Y como la voluntad es la que peca, tenemos que formar nuestra voluntad, acostumbrarnos a vencernos a nosotros mismos, para que en el momento de la tentación, seamos bien dueños de nosotros mismos para decir: “¡No!” a la tentación.

Lo importante es no quedarse en el barro del pecado, sino levantarse una y otra vez, pidiendo perdón a Dios y confesándonos con el sacerdote.

 

Hacemos el mal. 

Ya San Pablo nos advierte sobre la realidad del pecado, porque vemos el bien y lo deseamos hacer, pero tratando de hacer el bien, resulta que hacemos el mal que no queremos.

Y ésta es la ley del pecado en nosotros, que somos criaturas heridas por el pecado original y que, aunque el Bautismo nos ha limpiado, igualmente quedan consecuencias llamadas concupiscencias, es decir, inclinaciones al pecado, al mal.

¿De qué asombrarnos entonces si caemos de vez en cuando o muy frecuentemente? Esto nos debe ayudar a ser humildes, viendo la necesidad que tenemos de la ayuda de Dios y de su perdón continuo.

No tenemos que descorazonarnos al caer en faltas más o menos graves, porque Dios sabe cómo estamos hechos los hombres y cómo hemos sido inficionados por el Maligno. Basta que no queramos pecar y que se lo pidamos al Señor, y si luego caemos en pecado por debilidad, entonces levantémonos con una sincera y completa confesión sacramental y sigamos caminando por el camino escarpado de la vida.

Tengámonos paciencia nosotros mismos, porque a veces no queremos hacer lo que hacemos, y no hacemos lo que queremos hacer, y esto lo sabe Dios, que juzga con Misericordia porque conoce la naturaleza humana herida mortalmente por el pecado e inclinada al mal.

 

Concupiscencia. 

Los hombres estamos inclinados al mal, porque el pecado original nos ha dejado una huella de maldad, que a pesar de que hemos sido bautizados y el pecado original se ha borrado, quedan consecuencias, es decir, inclinaciones hacia el mal, llamadas concupiscencias, de modo que nos resulta más fácil hacer el mal que hacer el bien.

Por eso como dice Job en la Sagrada Escritura: “Es milicia la vida del hombre sobre la tierra”. Por supuesto que esto es así para quien quiere mantenerse en el bien y ser bueno, cumpliendo los mandamientos, porque para quien no le importa pecar continuamente, es fácil la vida. Sin embargo quien realmente quiere mantenerse en gracia y amistad de Dios, y salvarse e ir al Cielo, tendrá un duro combate, que será más encarnizado a los principios, pues el demonio no querrá perder su presa y usará toda su maldad para hacernos acobardar y volver atrás.

Podemos caer una y mil veces en pecado, pero lo que no debemos hacer es abandonarnos a esta realidad, porque en el Cielo hay muchísimos santos que fueron más pecadores que nosotros, aunque jamás se cansaron de levantarse de sus caídas.

Caer, caeremos muchas veces quizás, pero no por eso Dios nos dejará de amar, sino por el contrario, es como que Dios mismo se “empecinará”, por decirlo de alguna manera, en ayudarnos y sacarnos del barro. Basta que tendamos la mano al Señor cada vez que caemos.

 

 

 

 

 

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